martes, 23 de noviembre de 2010

El Troll

Sí...

Sin duda, es el regalo más horrible que me han dado en toda mi vida.

Lo miro una y otra vez, con los últimos rayos del sol que se oculta tras el muro de mi jardín, y cada que lo hago lo encuentro más repulsivo. Y, sin embargo, debí conservarlo por ser un regalo de mi hijo, a quien amo con todas mis fuerzas. Me lo entregó con una sonrisa radiante en su rostro por mi cumpleaños, y no tuve corazón para demostrar lo horroroso que me parecía ese muñequito. Forzando una sonrisa, dirigí una mirada a mi esposa y lo tomé fingiendo alegría. Abracé a Danielito, mi hijo, y le dí un beso una de sus mejillas, quizá más para ocultar mi expresión de desagrado que para demostrar mi amor por él.

Desde ese día, el troll ha ocupado un lugar preponderante en un estante del librero de mi estudio, en casa... contra mi voluntad. Al principio me dije que lo dejaría unos cuantos días ahí y después lo desaparecería, de la misma manera que se pierden las llaves, un calcetín, o un lápiz. Nadie notaría su ausencia, al menos no de una manera que significara un problema su desaparición.

Troll

Conozco las leyendas que se cuentan de éstos muñequitos, en las que supuestamente te protegen si lo cuidas y lo alimentas, pero que te juegan travesuras bastante pesadas si no eres de su agrado. Travesuras que pueden llegar a ser bastante agresivas y violentas, dependiendo del caso. Obviamente, para mí esas historias no significaron jamás más que un montón de basura.

Por lo menos, eso era hasta hace unos días...

Hoy, encerrado en el estudio de mi casa, sé que esas historias no son tan ficticias como creía... Miro a ese ente en el estante de mi librero, y sé que él me mira a mí... Cada día me horrorizan más ese cuerpecillo deforme, enanoide, ese cabello erizado, y esos ojos saltones que me siguen a donde quiera que me muevo... Incluso cuando no estoy aquí, o en la oscuridad de la noche. Siento que me observa. SÉ que me observa...



Los primeros días no fueron problema. Incluso hasta olvidaba que él estaba ahí. Después, quizá influenciado por el estrés que mi trabajo me provocaba, me empecé a sentir algo incómodo con el troll. Era algo que no encajaba en el cuadro. Un elemento fuera de lugar en mi estudio. Un objeto desagradable que, lo quisiera o no, me distraía cuando más requería concentrarme. Mi mesa de trabajo queda exactamente frente al librero, de manera que con frecuencia mis ojos tropezaban con los suyos, y su sonrisa bobalicona la sentía como una burla a mi tensión nerviosa.

¡Cuántas veces no me levanté de mi asiento, resuelto a deshacerme de ese adefesio! Pero siempre me detenía un par de pasos antes de llegar, recordando la carita inocente de mi hijo, que con tanto cariño me lo había regalado y que con tanta frecuencia me preguntaba por el troll, diciéndome que me protegería. Eso hacía que me detuviera y que mejor tomara unos tranquilizantes para calmarme un poco. Era demasiada la tensión por los problemas que me aquejaban, como para ponerme paranoico por un simple muñequito. Con el paso de los días, los tranquilizantes eran para mí casi otra comida. Sólo tomándolos podía relajarme y librarme de esa sensación de ser observado.

Sin embargo, una noche en que bebí unas cervezas de más en compañía de un amigo, le conté a éste mis problemas: lo presionado que estaba y, sin saber por qué, el asunto del troll cuya presencia me molestaba cada día más. Me sorprendió el escuchar a mi amigo contarme historias espeluznantes de trolles cuyos dueños no habían cuidado ni alimentado, y que se habían vengado de ellos haciéndoles pasar muchas tribulaciones. Por lo visto, mi amigo realmente creía en todos esos cuentos. Incluso me advirtió que no hiciera enojar al troll, porque desde que ya estaba en mi casa tenía influencia en ella. Y si yo no era de su agrado, podría tener consecuencias muy desagradables. Esos muñequitos distaban mucho de ser un simple juguete.

Cuando regresé a casa esa noche, ya todos dormían. Pensando en la plática que acababa de sostener con mi amigo, me dirigí con paso tambaleante al estudio y, entre las tinieblas que el alcohol provocaba en mi mente y que la oscuridad nocturna imponía en el lugar, observé al troll. Ahí estaba, como siempre, con sus brazos extendidos, su cabello erizado, sus grandes ojos saltones y su sonrisa burlona... Pero juraría que en sus ojos se advertía un brillo inusual... un brillo que antes no había visto, y que me sobrecogió profundamente. Era como si sus ojos se movieran y me siguiera con la mirada a donde quiera que yo me dirigiera. Como si me retara a que me acercase a él. Intenté hacerlo, pero la verdad es que sentí miedo. Cuando dí la media vuelta para retirarme a dormir, podía sentir su mirada en mi espalda, y casi escuché una voz dentro de mi cabeza advirtiéndome que eso era sólo el principio... Era la voz del troll, sí. Era su voz advirtiéndome que lo peor estaba por venir. Prácticamente huí del estudio rumbo a mi habitación.

Ese maldito muñeco sabe que nunca me ha agradado. Y por eso me odia.

Los días que siguieron fueron una calamidad. Mi estrés llegó finalmente a afectarme en mi trabajo, donde tuve muchos problemas; y éstos repercutieron en mi casa, con mi esposa, y en mi salud. Sin saber a ciencia cierta por qué, estaba yo irritable, de mal humor, y me negaba a seguir las recomendaciones de mi mujer para mejorar mi condición. Ésto fué causa de muchas discusiones... pero lo que más me molestaba era darme cuenta de que el troll lo observaba todo con esa sonrisa en su horrible rostro. Parecía alimentarse de mis problemas y mis preocupaciones. Con ésta racha de mala suerte que me aquejaba seguramente se snetiría muy complacido.

Sin embargo, sé que mi mala suerte no es casualidad. Empezó desde que ese monstruo tomó posesión de mi librero. Mi esposa me ha dicho que estoy loco, pero sé que esa criatura se mueve. Ella no me creyó cuando se lo dije, y preferí ya no comentarle nada para no asustarla. No me importa que me digan que está exactamente igual que el primer día: yo sé que eso deambula por la casa en las noches, e incluso durante el día, cuando no hay nadie que lo observe. Puedo jurar que en mis ahora muy frecuentes noches de insomnio he visto su sombra a la luz de la luna en los pasillos de mi casa, mientras todos duermen... Sé que entra a mi habitación y nos observa en silencio a mi esposa y a mí. Aún dormido he sentido sus pequeñas pisadas en la cama, paseándose lentamente sobre las sábanas. Luego se retira sin dejar rastro.

Pero yo sé que está ahí, al acecho, vigilando. Esperando el momento de atacarme... de atacarme a mí y a mi familia. Pero no se lo voy a permitir. Ahora mismo lo observo, y él, impasible, me devuelve la mirada con su estúpida sonrisa. Escucho su voz diciéndome que me matará a mí, a mi esposa y a mi hijo. Mucho he pensado en deshacerme de él, en enterralo, en quemarlo... pero su mirada me dice que eso no serviría de nada. Que, haga lo que haga, él terminará por matarnos.

Sé que, si lo dejo, lo haría... pero no se lo voy a permitir. No le voy a dar ese gusto a ese monigote del demonio.

Afuera de mi casa hay una multitud de gente, puedo escucharlos. El murmullo de sus voces se cuela por las ventanas y puertas cerradas. Y, a lo lejos, se escucha la sirena de una patrulla. Pero ellos no pueden ayudarme. Nadie puede hacerlo. Yo lo sé, y lo sabe el maldito troll.

En la penumbra de la naciente noche, aún distingo su cuerpecillo deforme, sus enormes ojos desmesuradamente abiertos, su horripilante cabello erizado y su maligna sonrisa sobre el estante de mi librero. Pero ya no sonríe sólo él...

No.

También sonrío yo....

Porque ahora puedo yo burlarme de él. No me importa lo que él pretenda, porque ya no puede hacerme daño. Ni a mí, ni a mi esposa, ni a mi hijo. Lo he privado de darse ese gusto. Me le he adelantado...

¡Jódete, muñeco de mierda!

¡Jódete, maldito troll!

Alguien intenta abrir la puerta de mi estudio. Oigo que la golpean, intentando derribarla. Van a entrar, sí. Pronto lo harán. Que lo hagan.

Con una sonrisa de triunfo en mi rostro, me acerco lentamente al troll, que me devuelve el gesto desde su inmovilidad... Me acerco y, entre risas, le digo que he ganado. Que toda su maldad no ha sido capaz de dañarnos. Que su amenaza de matarnos ha sido inútil... Y le muestro las cabezas de mi esposa y de mi hijo, que sostengo de los cabellos...

La puerta se abre con estrépito. Ya están aquí. Oigo una exclamación colectiva de horror y sorpresa.

No importa. Yo he ganado. Le he ganado a ese monstruo. Deberá buscarse a otro imbécil a quien intentar atemorizar con sus amenazas.

¡¡¡Te he ganado, maldito troll!!!

¡¡¡TE GANÉ, MUÑECO DE MIERDA!!!

¡¡¡¡¡JÓDETEEEEEEEEEEEEEE!!!!!

martes, 25 de agosto de 2009

Una Historia de Tantas



En el camino a mi casa se encuentran tres moteles distintos, y un poco más allá hay otros tres o cuatro. Diariamente los veo al conducir frente a ellos al ir hacia mi trabajo o al regresar a casa, y sorprende el hecho de que, casi sin importar la hora, con frecuencia se ven autos con parejas entrando y saliendo de ellos. Es ésta una zona que hasta hace poco formaba parte de las afueras de la ciudad, pero que paulatinamente ha sido absorbida por la mancha urbana. La misma naturaleza del negocio exigía que se ubicaran en un lugar alejado de la mirada de la gente y donde sus clientes pudieran gozar de la máxima intimidad. Por lo tanto, podría pensarse que su demanda bajaría, pero al parecer no ha sido así.

Y cada vez que paso frente a ellos, me viene a la mente la época en que me tocó trabajar en la carretera al sur de la ciudad, donde hay poca población, hace un par de años. En la zona donde trabajábamos había (y hay aún) un motel famoso por sus instalaciones y por su privacía, ya que por su localización retirada, favorece el anonimato de quienes ahí entran, lejos de miradas indiscretas.

Sin embargo, en aquellos días estábamos haciendo unas excavaciones justo frente a la entrada y salida de dicho motel. Y, a querer o no, nos tocaba ver a cada auto que entraba y salía de ahí. No me sorprendía tanto el número de ellos como las parejas que los ocupaban: en esas horas del día y primeras de la tarde-noche, eran numerosa mayoría las conformadas por señores maduros y jovencitas que apenas alcanzarían los 18 ó 20 años de edad... y mentiría descaradamente si dijera que no me dejé llevar por la vil idea estereotipada de que se trataba en la mayoría de los casos de secretarias y sus jefes, que se aprovechaban de su posición y de su dinero para, ya sea por la ambición, la ingenuidad o el miedo de las chicas, lograr aprovecharse de ellas.

Casi siempre podían verse autos lujosos conducidos por esos hombres, y con chicas muy jóvenes y guapas que, enfundadas en ropas aparentemente uniformes de oficina, trataban de ocultar su identidad mientras ingresaban al motel. Siempre me pregunté (quizá muchas veces pecando de inocente) qué era lo que podía llevar a esas jovencitas a aceptar tener relaciones sexuales con semejantes hombres, que fácilmente les doblaban o incluso triplicaban la edad. No dudo que en muchos de los casos fuera la simple ambición lo que las motivara a actuar así. Regalos costosos, dinero, viajes... todo eso podía deslumbrar a cualquiera que no tuviera muchos prejuicios.

Pero... ¿sería así en todos los casos?

¿Habría jovencitas ingenuas que simplemente se habían deslumbrado con la labia de hombres con muchísimo colmillo y que las habían envuelto en su telaraña emocional con promesas y palabras bonitas, sin importarle las consecuencias? ¿Habría alguna que se hubiera visto forzada a aceptar contra su voluntad aquello bajo amenazas? ¿Habría alguna que genuinamente habría consentido eso por estar enamorada, por sentir que era lo correcto aún con la diferencia de edades tan grande y marcada?

No sabría decirlo...pero es posible. Todo es posible en esas circunstancias.

Pero siempre me viene a la memoria el recuerdo de un día en que, mientras hacíamos ese trabajo, muy de mañana, casi con los primeros rayos del sol, vimos salir un lujoso automóvil conducido por un hombre maduro, aunque no viejo, que tuvo que hacer alto ante una de nuestras máquinas que en esos momentos obstruía el paso. Fueron sólo unos segundos, pero que bastaron para que mis ojos se toparan con la imagen de una jovencita, que, sentada a su lado, con cabello algo desordenado y ojos enrojecidos por un llanto que apenas podía disimular, miraba tristemente hacia afuera por la ventanilla. Me pareció ver un dolor en su expresión que me conmovió. No se veía molesta...se veía triste... quizá decepcionada... tal vez enojada consigo misma.

Fué sólo un instante, pero que me bastó para hacerme una multitud de preguntas acerca de la historia que había detrás de esas lágrimas... ¿Por qué lloraba esa joven, que era casi una niña?

¿Había peleado con ese hombre? ¿La había maltratado? ¿Había sido forzada a pasar la noche con él, o a hacer cosas que le repugnaban? ? ¿La había engañado? ¿Estaba arrepentida de haber accedido? ¿Se recriminaba a sí misma el no haber sido lo suficientemente fuerte para negarse? ¿Habían jugado con sus sentimientos? ¿Le preocupaban las consecuencias que le podría traer su noche de pasión, como un posible embarazo o problemas con su familia?

¿Había entregado de corazón sus sentimientos al mismo tiempo que su cuerpo y había recibido a cambio sólo una sonrisa cínica y unos billetes?

¿Había sido correspondida en sus sentimientos, pero quizá era consciente de que era algo sin futuro? ¿Había recibido a cambio de su entrega palabras de amor y promesas que ella en el fondo sabía que eran falsas?

¿Estaba triste por saber que quizá estaba rompiendo un hogar que bien podía ser el suyo?

¿Estaba triste por pensar que posiblemente alguien sufría por su culpa?

No lo sé...

Y mientras la máquina dejaba el paso libre y aquel auto arrancaba tomando velozmente la carretera, me dije que eso era algo que sólo aquella pareja sabía, y que tal vez nadie más sabría nunca. Con aquel auto que se alejaba, se iba también una de las muchas historias que noche noche y día a día se tejen en la intimidad de aquellos cuartos.

Quién sabe cuántas historias de pasión se escriben, cuántos futuros se construyen, cuántos corazones se rompen, cuántos sueños se alimentan y cuántas vidas se desmoronan cada vez que uno de esos autos entra o sale de esos lugares.

Como sucedió con aquella chica que lloraba en silencio.

Y eso es todos los días... y todas las noches.

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- Angel of the Morning
Juice Newton.

There'll be no strings to bind your hands
not if my love can't bind your heart.
And there's no need to take a stand
for it was I who chose to start.
I see no need to take me home,
I'm old enough to face the dawn.

Just call me angel of the morning, angel
just touch my cheek before you leave me, baby.
Just call me angel of the morning, angel
then slowly turn away from me.

Maybe the sun's light will be dim
and it won't matter anyhow.
If morning's echo says we ve sinned,
well, it was what I wanted now.
And if we're the victims of the night,
I won't be blinded by light.

Just call me angel of the morning, angel
just touch my cheek before you leave me, baby.
Just call me angel of the morning, angel
then slowly turn away,
I won't beg you to stay with me
through the tears of the day,
of the years, baby baby baby.
Just call me angel of the morning, angel
just touch my cheek before you leave me, baby...


domingo, 26 de julio de 2009

Diez Pesos

Esa tarde tocaron a la puerta... con timidez, pero con insistencia. No esperaba yo visitas en esos momentos, ni deseaba tenerlas. En aquel punto de mi vida, me encontraba sumergido en un mar de problemas, tanto de mi trabajo como en lo personal, y éstos me hacían sentir en mi interior una ira contenida... una rabia y una tensión que por momentos me asfixiaban. No quería saber de nadie, así que ignoré los llamados.

En aquel atardecer la oscuridad había llegado temprano debido a los negros nubarrones que anunciaban lluvia, que por el momento era una pertinaz y constante llovizna. El sol, aún alto en el cielo a esa hora de día, estaba oculto tras ellas. El calor era sofocante.

Se volvieron a escuchar los toquidos. Y otra vez. Y una más.

Maldiciendo abiertamente, me encaminé molesto a ver quién era quien a esa hora y en ese momento tan inoportuno interrumpía mi deprimente día. Abrí la puerta con brusquedad.

Ahí, en el pequeño porche de mi casa, estaba un hombre relativamente joven; de unos 35 años, calculé. Por sus ropas raídas y su aspecto descuidado, se veía que era uno de los tantos vagos que con frecuencia se acercaban a las casas a pedir limosna para costearse un vicio que se les iba la vida en mantener. A pesar de estar bajo el resguardo del porche, el agua le corría a raudales por el rostro, y el cabello mojado se le pegaba al cráneo. Lo miré con disgusto, y le pregunté, cortante:

- ¿Qué quieres? ¿Y por qué tocas así la puerta? No estoy nada más esperando a ver quién llega para abrirle, por si no lo sabías.

Él bajó por un segundo la mirada, aparentemente apenado, y por un instante pensé que mejor se retiraría, pero, tras un momento de vacilación, me habló:

- Perdone, señor... no se enoje... yo nomás quería preguntarle si quería que le lave su carro... por diez pesos se lo dejo limpiecito...

Dirigí la vista a mi coche, que a esas alturas estaba completamente mojado; además, lo había lavado esa mañana y estaba casi impecable. "Estos vagos" -pensé- "no saben ya qué hacer para sacar dinero".

- No, gracias -le dije secamente-. Está limpio.

Y empecé a cerrar la puerta.

- ¡¿Y si le podo el césped?! -me dijo en una casi súplica, al ver que me retiraba.

- No, gracias.

- ¡Mire, le barro su banqueta! ¡Ande, por diez pesos le quito toda la basura que haya!

- No, gracias. No quiero nada. Buenas noches.

La verdad es que su obstinación ya me estaba colmando mi precaria paciencia. Me miró una vez más, acercándose un par de centímetros, y retrocediéndolos en seguida, preguntando:

- Señor... ¿no tendrá un trabajito para mí? Algo que pueda hacer... lo que sea... sé arreglar aparatos eléctricos... le lustro los zapatos... cualquier cosa.... ande, por sólo diez pesos... déme trabajo.

Aquello ya era demasiado. No comprendía cómo el vicio podía orillar a algunos a suplicar así.

- ¡No! Mire, no tengo nada para usted. Y por favor ya déjeme en paz. No estoy de humor para aguantar estas cosas.

Y, sin esperar respuesta, le cerré la puerta.

Bastante enojado, me encaminé a mi habitación; pero, a medio camino, algo me hizo detenerme. En medio de mi enojo, y cuando el hombre pedía que le dejara podar el césped, me pareció ver una silueta oculta bajo el árbol del jardín. Fué una fracción de segundo, pero estaba seguro de que había visto eso. ¿Qué o quién era?

Decidido a ver de qué se trataba aquello, me dirigí de nuevo a la puerta, listo para llamar a la policía si el vago aquel tenía un cómplice que estuviera agazapado, esperando el momento de irrumpir en la casa y robarme. Había avanzado apenas un par de pasos cuando escuché nuevamente los toquidos en la puerta... y me acerqué listo para cualquier cosa.

Abrí con sigilo, y ahí estaba de nuevo aquel hombre. Sólo que... se veía diferente... Sí. Estaba conteniendo el llanto. Sus ojos vidriosos y el hilo de voz con el que habló lo delataron.

- ¿Y ahora qué? -le pregunté, fingiendo valentía.

Me miró... como mira un niño cuando se sabe descubierto en una travesura que merece castigo, y que espera y acepta sollozante su castigo.

- Señor... discúlpeme usted... disculpe que lo moleste de nuevo... pero...por favor, no me cierre la puerta... me da mucha vergüenza, pero... es que... quiero pedirle, por favor... que me regale algo para comer...

Se enjugó una lágrima apresuradamente. El corazón se me encogió de manera dolorosa. Continuó, y yo lo escuchaba, sin decir palabra:

- No le pido dinero... yo no pido dinero... yo pido trabajo... pero es tarde ya, y va a llover... por favor, señor... déme algo de comer... pero no para mí... yo aguanto sin comer... lo quiero para ellas...

Y me señaló la silueta bajo el árbol. Ahí, ocultas en la oscuridad de la naciente noche, estaban dos niñas... una de ellas, la más grande, debía tener unos nueve o diez años. Se cubría de las gotas de agua con una bolsa de plástico; y cubría ella con su cuerpo a una niña que no debía tener más de 5 años de edad. Las dos estaban descalzas. Las dos estaban harapientas.

Las miré, confundido, apenado... volví la vista al hombre aquel, que esperaba ansiosa y humildemente mi respuesta. Me sentí un ser de lo más vil. Las preocupaciones que antes me estaban ahogando, de repente se vieron eclipsadas por el mundo miserable y duro de aquella pobre familia.



¿Qué tan desesperado hay que estar para decidirse a hacer algo que odias, como pedir abiertamente una caridad? ¿Qué tanta fuerza hay que tener para ir pidiendo un trabajo mal pagado, para llevar alimento, no a tu boca, sino a las de quienes dependen de tí? ¿Qué podría haberles comprado con 10 pesos?... ¿Un par de panes y un par de refrescos?... ¿Esa sería su cena?

¿Y él? ¿Qué comería? ¿Desde cuando no habría comido, arrancándose el mendrugo de su boca para dárselo a ellas? ¿Qué sentiría aquel hombre al saber que sus hijas, quienes quizá lo miraban como lo máximo, veían cómo tenía que rebajarse a pedir limosna? En verdad me sentí como escoria de la humanidad...

Aturdido, le dije que esperara. Me dirigí a la cocina y les llevé cuanto en ella había. Fué en verdad estremecedor ver sus caras... las de ellas, al ver lo que consideraban mucha comida y que para mí eran sólo las sobras... y la de él... con un agradecimiento infinito en sus ojos... o más bien era alivio... el alivio de que, por ese día, no tenía de qué preocuparse ya. El mañana sería otra cosa.

Tomaron los platos y vasos que les ofrecí, y se dirigieron a la banqueta, bajo la llovizna, a sentarse a cenar. Eso terminó de partirme el corazón. Iba a decirles que se sentaran en el porche, bajo el resguardo de su techo, y, como si me hubiese adivinado el pensamiento, el hombre me miró... como pidiendo permiso para ello... Asentí con la cabeza, y se acomodaron rápidamente en el suelo. Y cenaron... ¡con qué gusto cenaron!

Lo demás que hice, cuando terminaron su cena, no tiene importancia. No les resolví la vida, ni alivié para siempre sus penurias, pero fué mejor que no hacer nada.

Lo importante es lo que veía en esos momentos, mientras los miraba y escuchaba a la distancia. Dentro de su miseria, algo tan pequeño como unas sobras de comida de un desconocido, eran motivo de alegría. Mis tragedias personales eran nada comparada con la dura existencia de esa familia... yo tenía comida, casa, auto, trabajo... y me sentía desgraciado.

¡Qué absurda la forma en que nos complicamos la vida a veces! ¡Qué absurda la manera en que nos encerramos en nuestro universo, e ignoramos los millones de universos que existen allá afuera!

Ellos se fueron. Y, mientras los veía alejarse bajo la llovizna, una cosa me seguía inquietando... plantada en mi cabeza...

¿Qué clase de cena se puede comprar con 10 pesos?

¡Dios mío!

¡Diez pesos!

martes, 21 de julio de 2009

Un Nuevo Post





Aquella tarde me encontraba ante la pantalla de mi PC, muy concentrado e interesado en una página especializada en finanzas y noticias internacionales, cuando de repente escuché una voz que me llamaba:

-¡Gerardo!

Alcé la vista, miré a todos lados, pero no ví a nadie. Nadie más se encontraba en casa en esos momentos y, por lo tanto, estaba yo solo. Regresé a mi página financiera.

-¡Hey, Gerardo!

Nuevamente no ví a nadie, aunque la voz me resultaba vagamente familiar… de hecho, y viéndolo bien, me resultaba bastante conocida. Sí. Se parecía mucho a … la mía.

-¡Pues claro que se parece a la tuya, güey, si yo soy tú!

-¿Cómo que eres yo? –pregunté, intrigado, mirando de reojo la cerveza que acababa de abrir… ¿tan rápido se me estaría subiendo a la cabeza? Tendría que revisar con cuidado los ingredientes de la que estaba hecha…

-Sí, yo soy tú… bueno, mejor dicho, soy tu voz interior.

-Ah, vaya, menos mal –comenté, aliviado, y le dí un buen trago a mi cerveza -, ¿y se puede saber qué quieres?

-Pues nada, que ya tienes mucho haciéndole al pendejo y no has escrito nada nuevo. Así que órale, es tiempo de hacer un nuevo post. Deja esa cerveza y ponte a chambear.

-Pero es que acabo de publicar el de “El Crimen Perfecto” hace pocos días, además de que en este momento estoy muy ocupado…

-¡Nada, nada! Otro día haces lo que estás haciendo. No vas a vivir toda tu vida de un relatito como el último, ¿verdad? ¡En la vida hay que seguir adelante, crear cosas nuevas!

-Qué fácil, como tú no tienes que escribir nada…- refunfuñé por lo bajo.

-¿Qué dices?

-Nada, hombre. Es que, aparte de que estoy ocupado, no se me ocurre nada interesante, nada digno de publicar…

-¡Uy, sí! ¡Quien te oiga pensaría que publicas puros textos nominados al Nobel de Literatura! Para las babosadas que escribes no hace falta pensar mucho.

-Bueno, tampoco, tampoco… -me defendí, un poco ofendido -. Está bien que lo mío no lo vayan a confundir nunca con Cervantes, Rulfo o García Márquez, pero mi trabajo me cuesta pensar en algo qué escribir. No necesitas ser tan duro.

-Ya, pues, no llores . Qué sentido me resultaste. Anda… escribe algo.

- Calma, estoy pensando, no me apresures…

- No tenemos todo el día. Y si le piensas demasiado, te va a dar un derrame cerebral, jejeje. El esforzarte más de un minuto puede ser demasiado para tus dos neuronas.

- En vez de burlarte deberías ayudarme… -le repliqué, mientras intentaba sacar una idea de los rincones más empolvados y llenos de telarañas de mi cerebro- . ¿Qué tal si…? ¡Sí! ¡Eso! Mira – y empecé a teclear -: “El viento soplaba furiosamente esa inusual fría noche de invierno. El sonido de las ramas de los árboles…”.

- No seas imbécil. ¿De cuál marca de cerveza estás tomando? Eso es lo que acabas de publicar hace unos días, ¿qué, ya no te acuerdas?

- Sí, ¿verdad? Ya me parecía que lo estaba redactando con mucha fluidez…pero entonces de plano no tengo ni idea de qué escribir… ¿se te ocurre algo?

- La verdad es que no… ¿qué tal un poema?

- ¿Un poema? Naaaa… como que no estoy muy inspirado… mejor otra cosa.

- Mmmmm… -murmuró mi voz, pensativa, rascándose mi cabeza - ¿qué es lo que escribes mejor?

- Sepa la bola. Yo simplemente escribo lo que se me ocurre en el momento. Pero, espera… sí, eso es… ¿qué tal si escribo un post donde relate una conversación contigo, mi voz interior?

- ¡¡Prrfffff!! ¡Vaya idea absurda! ¿Tan falto de imaginación estás? Pero bueno… supongo que a final de cuentas eso es mejor que nada. Dale. Empieza.

- Ok. Empezaré describiendo lo que estaba haciendo antes de que me hablaras: “Aquella tarde me encontraba ante la pantalla de mi PC, muy concentrado e interesado en una página especializada en finanzas y noticias internacionales, cuando de repente…”

- Mmmmmm… - murmuró nuevamente mi voz, que al parecer no sabía murmurar de otra manera, y, tras unos instantes, me habló de nueva cuenta -. A ver, déjame ver lo que llevas hasta ahora . Haz la pinche cabeza pa’ un lado, que no me dejas leer bien… ahora minimiza la ventana del editor… gracias. ¡¡Oye!! ¡¿Qué pinche clase de página financiera estás viendo?! ¿Tan mal les fue en la Bolsa a esas señoritas que ni para ropa les alcanza?

- ¡Ejem, ejem!... Jejeje…¡Ooops! ¿De dónde habrá salido esa página? En mi vida había entrado ahí… a lo mejor ya me cayó un virus. Porque yo estaba viendo la otra…

- Sí, cómo no…”página de finanzas”… ¿a quién quieres engañar, cabrón? Con razón no escribes nada nuevo… y te diría que cerraras esa ventana ahora mismo, si no fuera por la pelirroja imponente ésa de ahí.

- ¿Cuál pelirroja?

- Ésa, güey… la que está junto al cabrón ése, que más que negro está azul marino el desgraciado.

- ¡Uy, sí, es cierto! ¿Y ya viste a la güerota de ojos verdes de allá?

- Jejeje… sí, precisamente en ésa me estaba fijando… madre mía, qué par tan grande de…¡pero bueno, ya basta! ¡Nos estamos desviando del tema! ¡Cierra esa pinche página ahora mismo y concéntrate en darle al teclado!

- Sí, disculpa… ya la cierro…

- ¡¡Pérate, pérate!! ¡Antes de cerrarla guárdala en la carpeta de “Favoritos”, no seas güey! Digo… para más tardecito…

- Sí, ¿verdad? Bien pensado… listo.

- Ahora sí, a ver si ya te dejas de idioteces y puedes escribir tres palabras aunque sea.

- Ya, ya, tranquilo. ¿En qué iba?

- En que estabas leyendo una página de “finanzas y noticias internacionales”… jejejeje… cabrón hipócrita.

- Bueno, ya corta eso, ¿sí?

- ¿A quién quieres engañar con eso de “página de finanzas y noticias internacionales”? Porque a mí no me engañas ni por un segundo, batito. ¿O acaso crees que tienes una imagen qué cuidar ante el mundo? Jejeje…

- Por supuesto que tengo una imagen qué cuidar. Mi blog es apto para toda la familia. Además, no creo que sea del interés de nadie el saber ese tipo de detalles sin importancia.

- Pues a mí me parece que en todo caso sería más interesante eso que la babosada que seguramente vas a escribir.

- ¿Sabías que eres peor que la tos con diarrea cuando te lo propones? Si sigues molestando, no te voy a incluir en el post, ¿eh? Estás advertido.

- Uy, qué delicado.

- No es que sea delicado, pero tú fuiste quien me interrumpió para que escribiera algo nuevo, y no has hecho otra cosa más que criticarme y burlarte de mí.

- Yo sólo quiero ayudarte…

- Pues no lo estás haciendo. En vez de eso, me estás llenando el zapato de piedritas. A veces me pregunto cómo haces para ser tan insoportable.

- Ha de ser porque yo soy tú…¿ya se te olvidó ese pequeñísimo detalle?

- Tal vez tengas razón, pero tú te pasas… ¿sabes en qué estaba pensando? ¿Recuerdas el post de “La Voz”?

- Sí, lo recuerdo. Originalmente estaba en otro blog, el año pasado, y luego lo pusiste en éste, ¿por qué?

- ¿Recuerdas qué fue lo que le pasó a La Voz cuando le colmó la paciencia al protagonista?

- (¡Gulp!) Sí… sí me acuerdo, jejeje… no creerás que estaba hablando en serio cuando te dije todo lo que te dije, ¿verdad? ¡Sólo estaba bromeando!

- Sólo te digo que te salva el que no tenga yo una puta pistola cerca, que si no… -apuré lo que quedaba de mi cerveza y respiré hondo, cansado y harto de discutir -. Creo que mejor dejo esto para otro día… me siento algo cansado y mareado. Como que la cerveza no me cayó muy bien…

- Sí, es lo mejor. Yo también me voy a retirar un rato a descansar, pero antes me daré una vuelta por tu mente. Voy a buscar los archivos de “finanzas”, a ver qué me encuentro… de seguro ha de ser interesante, jejeje.

- Anda, pues, haz lo que quieras. Oye, ¿puedo preguntarte algo?

- Dime.

- ¿Crees que sea normal el que yo te esté escuchando a tí, mi voz interior? ¿Seré un caso excepcional?

- Naaaa… la gente escucha todo el tiempo a su voz interior. De ahí viene su impulso de hacer cualquier cosa que haga. Hay quienes incluso hablan mirándose al espejo para sentirse menos bobos.

- Sí, es verdad. Menos mal. Ya me estaba preocupando.

- Aunque…

- Aunque, ¿qué?

- Una cosa es escucharla, y otra muy diferente es pelearse con ella, como acabas de hacer tú. Se me hace que debes cambiar de marca de cerveza. Esa chafa de a peso el puño que estás tomando debe estarte afectando.

- Tal vez tengas razón… ya sólo me tomaré una y descansaré un rato. Mañana voy a escribir todo esto que conversamos para convertirlo en un post.

- Ok… bueno, nos vemos luego. Sólo quiero decirte algo antes de irme…

- ¿Qué cosa?

- ¡¡¡Tu post es una mierda!!! – y la muy infeliz desapareció apresuradamente en mi interior.

Desgraciada…

No importa…ya saldrá de nuevo.

Miré de nuevo la pantalla de la PC.

Me encogí de hombros, abrí otra cerveza y busqué la carpeta de “Favoritos”.

domingo, 19 de julio de 2009

El Crimen Perfecto






****************

El viento soplaba furiosamente esa inusual fría noche de invierno. El sonido de las ramas de los árboles al chocar entre sí, aunado a las dispersas gotas de una amenazante lluvia que empezaban a chocar violentamente contra los cristales de las ventanas, presagiaban la inminente tormenta. En una recámara de la casa, apenas iluminado por la tenue luz de la lámpara de noche, Juan contemplaba, sentado en su cama, una multitud de fotografías que tenía desordenadamente puestas ante sí. Tomó lentamente una de ellas, y con una mirada que parecería querer atravesarla, la observó fijamente. Su expresión era dura... amarga... fría...

En la fotografía podía verse él mismo el día de su boda, abrazando a Lucía, su esposa. Ambos sonrientes. Ambos felices. Ambos en ese entonces ajenos a la cruda realidad que hoy, siete años después, hacía que su matrimonio languideciera y los separaba más y más cada día. La realidad que la sombra de la traición había oscurecido mucho tiempo atrás, y que la venda del amor se había encargado de ocultar a los ojos de Juan.

Permaneció inmóvil, sin apartar ni un segundo la vista de la imagen que contemplaba. Tal vez sin darse cuenta, sus dedos se apretaban más y más, arrugando los bordes de la fotografía que sostenían. Y es que ahí, atrás de la feliz pareja, semioculto por la gente y esbozando una amplia sonrisa, estaba el hombre que habría de convertirse en su rival... No, no en su rival... en el ladrón que un día le robaría el amor de Lucía... en el destructor de su felicidad. Era duro ver esa imagen. Y más duro aún era aceptar la verdad. Todavía a través del tiempo le costaba trabajo aceptarlo.

Porque Lucía lo engañaba con ese hombre desde hacía cinco años. Y a ese hombre Juan lo había considerado hasta unos meses atrás como su mejor amigo; alguien por quien no habría dudado en arriesgar su propia vida de haber sido necesario, y a quien le había tendido la mano cuando más lo había necesitado. Ese hombre era alguien que él había estimado desde los tiempos de preparatoria... ése hombre que se había interpuesto entre ellos era más que su amigo, más que su hermano...

O al menos eso había pensado Juan.

Y, sin embargo, nada había valido. Ni el amor que sentía por su esposa, ni la amistad que lo unía a Alejandro. El destino le había jugado una mala pasada y se había encargado de hacerlo a él a un lado en ese triángulo. Juan era el esposo de Lucía , y a pesar de ello era él quien estaba sobrando.

Muchas veces se había preguntado por qué su esposa lo había engañado... ¿Por qué precisamente con Alejandro? ¿Por qué no le dijo que ya no lo amaba? Peor aún... ¿alguna vez lo había amado? A esas alturas estaba seguro de que jamás había sido así. Se habían burlado, ella y él, en su cara y desde el principio.

¿Cómo había podido ser tan estúpido para no darse cuenta? ¿Cómo había podido estar tan ciego para no verlo? Ahora entendía todo... las constantes visitas... las frecuentes parrandas donde Alejandro se había encargado de embriagarlo y después llevarlo a su casa... y no quería ni imaginar lo que sucedía en sus propias narices mientras él dormía. Sin despegar la vista de la fotografía, quiso fulminar al sonriente Alejandro que, tras de su esposa y semioculto entre la multitud, se burlaba de él.

Un relámpago, seguido de un potente trueno, lo sacó momentáneamente de sus pensamientos y lo hizo volver la cabeza hacia la ventana. La tormenta había llegado; el viento soplaba con mucha más fuerza y la lluvia caía copiosamente. Miró de nuevo la fotografía unos segundos más, y la estrujó repentinamente. La arrojó a una bolsa de plástico y guardó en ella las demás fotos. Y puso ésta junto a un portafolios negro que había junto a la cama. Su expresión era impasible… dura… fría… resuelta…

Esa traición había acabado con lo que tenía, con lo que había forjado a través de los años. Y una de las cosas que más le dolía era el sospechar, o mejor dicho el tener la casi absoluta certeza de que Daniel, su pequeño hijo de cuatro años, era en realidad hijo de Alejandro. No sabía si era por efecto del despecho o si porque era la realidad de las cosas, pero a cada día que pasaba estaba más seguro de que el pequeño se parecía a su rival, y lo odiaba por eso. Y se odiaba a sí mismo por odiarlo, porque aún lo amaba… y se odiaba por amarlo. Era todo tan confuso…

¿De qué había servido el entregar todo su amor y su vida a Lucía? ¿De qué había servido el haberse esforzado por intentar ser un esposo y padre ejemplar? ¿De qué había servido valorar y cultivar una amistad que él creía sincera con alguien como Alejandro? ¿De qué había servido el ser bueno?

De nada. Absolutamente de nada. Lucía, Alejandro, Dios, la Vida y el Destino se habían burlado de él… se habían reído en su cara… habían pisoteado sus sentimientos y su dignidad. Le habían arrebatado su vida. La bondad sólo sirve para que se aprovechen de ti. Y vaya que lo habían hecho.

Pero ya no más.

El Juan que todos habían conocido había muerto mucho tiempo atrás. Y el actual, nacido de entre las ruinas y las cenizas de un amor despreciado, había conservado sólo el rostro imbécil y bonachón del anterior, sólo para usarlo como máscara ante el mundo. Para cubrir su verdadero rostro, que ahora sólo reflejaba rencor, furia, despecho, dolor y un delirante deseo de venganza.

Durante el día era el Juan que le caía bien a todos, el sensible, el dadivoso, el atento y educado… pero por las noches, al cobijo de las sombras y el silencio, dejaba salir su verdadero yo, y todo el veneno de su alma muerta salía a relucir, lamentando y maldiciendo su suerte, y planeando cuidadosamente lo que habría de hacer. Le había costado mucho tiempo de fingir ser el de antes, de besar cada noche y cada mañana a Lucía… de contener llanto y rabia por las noches a su lado, mientras ella dormía… de guardarse para sí la ira y el dolor al tener que besar y alzar en brazos a Daniel, a quien amaba y odiaba tanto… de reunirse y departir con Alejandro, fingiendo una amistad y simpatía que estaba muy lejos de sentir, dibujando una hipócrita y vacía sonrisa en su rostro.

Hacía ya semanas que había dejado de llorar su desgracia. No tenía más lágrimas para derramar por un amor que quizá nunca había existido en su matrimonio. El transcurrir del tiempo se había convertido en un continuo esperar del momento en que habría de cobrar las cuentas pendientes con todos.

Y ese momento había llegado en esa noche de tormenta invernal. Todo aquello que meticulosamente había planeado habría que llevarlo a cabo al fin.

Echó una ojeada a su reloj y, tras confirmar que la hora esperada había llegado, se levantó de la cama y se puso un abrigo negro. Tomó la bolsa con las fotografías y la metió en una maleta junto con sus demás cosas. Se había encargado de dejar todos sus documentos en un lugar donde fueran encontrados fácilmente, así como de cerciorarse de no dejar huellas. Con una enigmática sonrisa, tomó el portafolios… y lo hizo casi con reverencia. Un trueno fue como el indicativo de que ya debía salir de casa. Arregló la cama, tomó las llaves y se retiró de ahí.

Cruzó la casa en medio de la oscuridad, que sólo era rota por los relámpagos que se sucedían uno a otro. No había nadie más, y nadie sabía que estaba ahí. Se suponía que en esos momentos él se encontraba conduciendo su automóvil muy lejos de la ciudad, rumbo a la capital.

Llegó al umbral de la puerta y se puso un impermeable. La lluvia era torrencial, y no quería que por nada del mundo se fuera mojar ese portafolios, así que lo protegió bien bajo él. Cerrando la puerta con llave, corrió hacia su auto, sin dirigir una última mirada a la que por tanto tiempo había sido su casa. Arrojó al portafolios al asiento del copiloto, entró apresuradamente y cerró la portezuela.

Una vez dentro, hizo una llamada desde su teléfono celular a la única persona que sabía de sus planes: un oscuro sujeto al que había conocido hacía algún tiempo, y a quien había contratado para que durante semanas espiara a Lucía y Alejandro. El hombre no tenía demasiados prejuicios y era ambicioso, así que no había tenido problema alguno en convertirse en su cómplice, aunque los últimos días había manifestado estar nervioso y deseoso de terminar ese asunto de una vez. Era él quien cerca de una hora antes le había avisado a Juan que su esposa y Alejandro acababan de entrar a la cabaña donde acostumbraban verse para continuar su adúltera aventura cada vez que Juan no estaba en la ciudad. Una cabaña que era de su propiedad, y que él ingenuamente le facilitaba a Alejandro para que llevara ahí a sus conquistas y compañeras de juerga… sin saber que Lucía era una de ellas. Maldito infeliz.

- ¿Ya estás ahí? –le preguntó Juan.

- Sí – le contestó el sujeto con voz estropajosa -, y está cayendo un pinche aguacero de los mil diablos….estoy todo mojado… No veo a nadie; ni a tu suegra ni a tu hijo, aunque las luces están encendidas… ¿falta mucho para terminar con esto?

- ¿Me vas a decir que estás nervioso? No hay nadie más que Danielito y mi suegra… tú quédate tranquilo. No vas a tener ningún problema.

- No estoy nervioso por eso. A esos dos los liquido sin problemas… pero, no sé… siento como si alguien se fuera a dar cuenta… como si fuera a llegar la policía en cualquier momento.

- No seas idiota. ¿Cómo habrían de saber ellos? Nadie sabe dónde estás tú, ni dónde estoy yo.

- Pues sí… pero es que también eso de andar cargando con un muertito en el carro me pone algo nervioso… con este clima y con eso en el asiento, me da algo de miedo…

- ¿Miedo, tú? ¡Jajajajaja! ¡No me hagas reír! ¿Desde cuándo te dan miedo los muertos? ¿A cuántos no has matado? Y ahora me sales con esto… ¡por favor!

- Pues sí, aunque te rías, tengo miedo. No es lo mismo matar a alguien, que estarlo cargando contigo… Por eso quiero acabar con esto ya. ¿Ya vas en camino?

- Aún no, pero ya estoy en el auto – al decir esto, un relámpago iluminó la noche, e inmediatamente se dejó escuchar un potente trueno -. Esto se está poniendo feo, pero me conviene… así sé que no saldrán de la cabaña.

- Yo nomás te digo que si no te apuras, me largo de aquí. El diablo anda suelto, y no quiero que me agarre con un difunto en el coche. Así que a ver si te vas apresurando…

- Tú tranquilo, ya voy para allá. Todo está bajo control –Juan pudo percibir la preocupación del hombre a través de la línea telefónica; si no se daba prisa, todo podría echarse a perder por la cobardía de aquel idiota… así que decidió tranquilizarlo -.Es más, si tanto miedo tienes y quieres largarte, te digo que si en una hora no te llamo de nuevo, puedes irte a la chingada y hacer lo que quieras.

- ¿Una hora? ¿Tanto vas a tardar en llegar? ¡Nada!… Si en media hora no me llamas, me largo de aquí…¿entendiste?

Imbécil. Ahora iba a resultar que le quería poner condiciones. Si no fuera porque lo necesitaba por esa noche, en ese mismo momento lo mandaba a la mierda. 30 minutos… estaba bien. Tenía tiempo de sobra para llegar y terminar con aquello, pero debía darse prisa.

- Está bien – concedió Juan -. Si dentro de media hora no te llamo, te largas. ¡Pero no me vayas a fallar! ¡No te vayas a ir antes! La media hora empieza a correr en cuanto cortemos, ¿ok?

- Ok… en cuanto me llames, me meto a la casa y lo hacemos… apúrate. Cada vez llueve más fuerte.

- Bien, bien… no te desesperes; aguanta ahí un rato, ya te llamo. Hasta luego.

Y cortó la comunicación. Arrojó el teléfono sobre el tablero y encendió el auto. Con los limpiabrisas funcionando rítmicamente, salió hacia la calle desierta. La lluvia era cerrada, y apenas podía distinguir bien el asfalto. La excitación, la expectativa ante su inminente desquite, hacía que el corazón le saltara en el pecho. Alargó una mano, y atrajo el portafolios hacia sí. Apenas podía esperar el momento de ver la expresión en la cara de Lucía cuando viera lo que llevaba en él… y sonrió levemente, disfrutando por adelantado el momento que le esperaba.

Llegó a un semáforo, y apenas pudo distinguir que la luz era roja, y se detuvo, a pesar de que no había nadie más aparte de él conduciendo. No importaba. Tenía tiempo aún. Unas cuantas calles más y saldría hacia la carretera que llevaba hacia las afueras de la ciudad y hacia las cabañas donde estaba aquella en las que su esposa y su rival seguramente se estaban riendo de él en esos momentos. Todo lo tenía calculado con frialdad… con una frialdad terrible. Nada podía fallar.

La espera de tantos meses estaba por llegar a su fin, y con ella acabaría la humillación y el despecho que había soportado todo ese tiempo. Lucía tendría que estar disfrutando ahora, porque dentro de unos minutos sólo conocería el dolor y la impotencia… y la sorpresa de ver a su maridito convertido en el implacable verdugo de su vida. Ellos habían acabado con su existencia… ahora él acabaría con la de ambos. La vida termina no cuando mueres, sino cuando dejas de tener un motivo para vivirla. Y ellos se habían encargado de matar sus motivos para seguir adelante. Ya no le importaba otra cosa que lavar su orgullo pisoteado.

En la guantera del auto guardaba una pistola, y no le temblaría el pulso para usarla. Pero tenía pensado matar sólo a Alejandro; ese miserable traidor no merecía otra cosa que ser asesinado como a un perro. Lucía no tendría tanta suerte… la iba a hacer desear que la matara…iba a hacer que le implorase que le disparara, o incluso ella se suicidaría… y él iba a disfrutar eso. Pero antes de morir, moriría mil veces en vida cuando viera el contenido del portafolios… oh, Dios, iba a ser maravilloso…

La luz cambió a verde, y prosiguió su marcha en medio de la tormenta. Su plan era sencillo, pero efectivo: en esos momentos todos creían que él estaba de viaje rumbo a la capital, pero su auto lo tenía escondido su cómplice a varios kilómetros de ahí, en un monte cercano a la carretera, listo para ser arrojado por la ladera de un cerro en una curva bastante peligrosa que él mismo había escogido. En unos cuantos minutos recogería a una prostituta a la que había contratado previamente, y a la que mataría sin miramientos. Cuando él llegara a la cabaña donde Lucía y Alejandro se encontraban, abriría con su propia llave y, aprovechando el cobijo de la tormenta, asesinaría a sangre fría a su examigo, para entonces amenazar a su infiel esposa con correr la misma suerte si hacía un escándalo…aunque no tenía pensado matarla por el momento. Entonces la amordazaría y la ataría a una silla, para que disfrutara el espectáculo de ver cómo acomodaba los cuerpos de Alejandro y de la prostituta en la habitación. Ambos semidesnudos… porque se supondría que aún no habían tenido relaciones sexuales.

Esa era la parte difícil. El resto era sencillo. Guardaría la pistola para el momento apropiado. Entonces llamaría a su cómplice y éste procedería a entrar a la casa donde se encontraban su suegra y su hijo y, con la comunicación aún abierta en el teléfono, Juan lo colocaría cerca de su esposa para que escuchara cómo su madre era asesinada cruelmente.

Dejaría que transcurrieran unos minutos para disfrutar viendo a Lucía llorar por lo que pasaba. Y entonces pondría la pistola cerca de ella y, al tiempo de desatarla, le diría que disponía del arma para decidir su destino: podía usarlo para dispararle a los cadáveres y después pegarse ella misma un balazo, salvando así la vida de Danielito; o podía descargarla en la humanidad de su esposo y descargar su furia... sólo que al hacerlo el pequeño correría la misma suerte de su abuela. Y, para ayudarla a tomar una decisión, Juan le ayudaría mostrándole el contenido del portafolios… su querida esposa no podía abandonar este mundo sin verlo… y moría por ver el rostro de su mujercita al hacerlo… sí, apenas podía esperar ese momento. A Juan no le quedaba la menor duda de que Lucía preferiría matarse antes que permitir que le hicieran algo a su hijo.

La escena quedaria entonces como un crimen pasional cometido por ella al encontrar a su amante con otra mujer. Las huellas en el arma asesina serían las de ella. Los peritos sabrían que en su mano estaba la prueba de que Lucía había disparado la pistola.

En la casa de su suegra, esa misma noche, los ladrones habrían entrado para robar, enfrentando resistencia de la anciana, a quien habrían matado junto a su nieto de cuatro años, huyendo con el botín. Lo siento mucho, Danielito. Tú no tienes la culpa, pero te odio. Te amo. Y te odio por amarte. Pero ya no puedo verte.

A varios kilómetros de ahí, en el fondo de un precipicio, encontrarían el auto y el cuerpo carbonizados de Juan. Al menos así lo dirían la licencia de conducir, las tarjetas bancarias y la credencial de elector que se encontrarían cerca del lugar del accidente, junto con su billetera y algunos documentos del trabajo. Verdaderamente una noche de tragedia y pesadilla para esa desafortunada familia.

Mientras, Juan y su nueva identidad falsa se encontrarían muy lejos de ahí, disfrutando su malsana venganza. Y, ¿por qué no?, buscando reiniciar una nueva vida. Una nueva vida donde no hubiera lugar para esposas infieles… ni para amigos traidores… ni para hijos bastardos… Sí… eso sería fantástico.

Juan miró su reloj y vió que debía darse prisa. Un par de cuadras más adelante ya debía estarlo esperando la desdichada prostituta que no sabía lo que le esperaba, y si se demoraba demasiado, el infeliz de su cómplice le echaría a perder el plan huyendo de la casa de su suegra. Y no podía darse ese lujo. Mientras aceleraba un poco, acarició casi con amor el portafolios que durante tanto tiempo había esperado ser utilizado, y una sonrisa diabólica y enloquecida se dibujó en su rostro. La tormenta era formidable. Apenas si permitía ver.

Sin embargo, un relámpago cuyo enceguecedor fulgor lo iluminó todo por una fracción de segundo, le permitió ver a la distancia a la ramera que, guarecida bajo la cornisa de una casa, lo esperaba en la siguiente cuadra. Juan sintió una viva y avasalladora emoción casi sexual. El momento al fin había llegado. Abrió la guantera para sacar el arma y utilizarla en cuanto aquella mujer subiera al auto, mientras cruzaba la avenida que lo separaba de ella…

…Cuando en eso, y surgido de la nada, un pesado camión conducido a toda velocidad que Juan no advirtió, lo impactó violentamente en un costado, arrastrando varios metros el frágil automóvil y estrellándose ambos contra el muro de un edificio cercano, ante la mirada atónita de la prostituta, que lanzó un grito y, tras unos segundos, huyó del lugar.

Juan murió al instante.

Y con él, su meticuloso plan de venganza, su odio enfermizo, su misterioso portafolios y su crimen perfecto.

Pobre Juan. Pobre e infeliz Juan.

Disfrutó en vida, aunque sólo en su imaginación, una venganza que la muerte le impidió realizar.

No te esfuerces en hacer muchos planes, Juan. Nadie vive ni muere antes de tiempo.

Y, como dijo Jesús a Judas: “lo que vais a hacer, hacedlo pronto”.

domingo, 10 de mayo de 2009

Un Buen Hombre

Ramo_de_rosas

Juan se detuvo ante la puerta, vacilante, como deseando no llegar nunca a ella para no abrirla. En su mano izquierda llevaba un espléndido ramo de rosas rojas y, tras unos segundos de muda reflexión, no pudo contenerse más y su rostro se contrajo en una mueca de dolor y tristeza que dió paso a un llanto silencioso, aunque intenso.

Con ojos cerrados y encorvándose ligeramente abrazó el ramo de rosas, como si buscara refugio y consuelo en él.

El tiempo parecía haberse detenido y el mundo desvanecido, como si de repente se encontrase suspendido en medio de la nada. le parecía que en esos amargos instantes sólo existían él, esa puerta, el ramo de rosas y el dolor que atenazaba inmisericorde a su corazón.

Un llanto silencioso... si acaso un ocasional y apagado gemido... y Juan, poco a poco, aún agrazado al arreglo floral, se fué derrumbando, apoyando su cuerpo en la pared y dejando que se deslizara lentamente hacia abajo, hasta quedar en cuclillas, casi en posición fetal, con la cabeza gacha... dándole la espalda al mundo y sumiéndose en su amargura.

Era ese día el cumpleaños del amor de su vida... de María... la mujer a quien un día juró amar y respetar hasta que la muerte los separara ante un Dios en el que él no creía. Y ese ramo de rosas, que evocaba los cada vez más lejanos días juveniles de cortejo, le parecía en esos momentos la cosa más triste del mundo.

Y es que la amaba... ¡cuánto la amaba!

Pero con el paso del tiempo, su corazón seguía envenenado... herido de muerte por la traición...

Juan se sentó en el suelo, sin deshacer ni por un segundo su abrazo al ramo aquel y, dejando que las lágrimas corrieran libremente por sus mejillas, dejó que su mente permitiera volar sus pensamientos hacia los días cuyos acontecimientos tantas veces había revivido, deseando en cada una de ellas inútilmente obtener un desenlace distinto. Recuerdos que tanto revivía, y que tanto deseaba poder dejar atrás, en el olvido.

Y, nuevamente, recordó...

* * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * *

María lo había traicionado un par de años atrás, justo en un día como éste, su cumpleaños. Ésa era la terrible realidad.

Hasta ese fatídico día, eran una pareja feliz y sin mayores problemas que los de cualquier matrimonio común y corriente... o al menos eso había creído Juan.

Hacía poco más de un año él había obtenido un ascenso en su trabajo que traía consigo una excelente mejora en lo económico; de hecho, era un beneficio que Juan jamás había soñado poder lograr. Era algo que lo libraba de prácticamente de cualquier preocupación monetaria. Era la estabilidad que siempre había soñado para él y su esposa. Sin embargo, como todo, eso tenía un precio...

El trabajo de Juan sería en una ciudad distinta a la suya, a 300 km de distancia, lo que lo obligaba a permanecer prácticamente toda la semana fuera, y pasar sólo los fines de semana junto a su esposa. Sería duro, pero estaba seguro que lo sobrellevarían bien, y que eventualmente encontrarían el modo de pasar más tiempo juntos. Su amor los ayudaría a soportar el alejamiento, sí.

Al principio todo parecía haber ido bastante bien: después de una semana de ausencia, Juan regresaba para encontrarse con María, que lo esperaba ansiosa de él. Los fines de semana eran maravillosos, y los paseos y noches de pasión eran la justa recompensa de una semana de estar privados de su compañía. Luego llegaban los temidos lunes por la mañana, cuando la inevitable nueva despedida era obligada, dejando sólo el esperar de un nuevo sábado.

Era difícil acostumbrarse a ello, en verdad.

Luego, la cosa empezó a enfriarse. Los sábados por la noche dejaron de ser noches de paseos y de sesiones interminables de sexo y amor... empezaron a hacerse rutinarios. Salir juntos era ahora casi un requisito que había que cumplir más por obligación que por otra cosa. Y Juan, en la oscuridad de la noche junto a su esposa dormida, meditaba en lo estaba sucediendo... ¿María se habría hartado ya de su ausencia? ¿Tendría problemas que no le había confiado? ¿Estaría dejando de amarlo? Y, sobre todo... ¿sería culpa de él todo ésto?

Lo que más lo desconcertaba era la actitud de ella cuando él la cuestionaba al respecto y le pedía que aclararan la situación, porque ella se rehusaba a hacerlo con mil pretextos y diciéndole que no se preocupara, que todo estaba bien y que lo que atravesaban era algo natural en el periodo de adaptación a la nueva rutina. Juan, muy a su pesar, aceptaba lo que ella le decía, porque la realidad era que su esposa, no obstante la relativa frialdad con la que había impregnado la relación de un tiempo a la fecha, no le había fallado en ningún aspecto, ni como esposa, ni como mujer. A final de cuentas, quizá él lo estaba viendo todo de un modo un tanto dramático.

Y Juan, enamorado como lo estaba de ella, aceptó la situación.

Con el correr de los meses llegó el cumpleaños de María, y se dijo a sí mismo que era la ocasión propicia para reavivar la llama de la pasión y el amor en su relación. Un día antes, le dijo a su esposa que no podría estar con ella ese día, y que dudaba que siquiera pudiera llamarle por teléfono. Luego, hizo reservaciones en uno de los mejores restaurantes de la ciudad y otra en un hotel de los más caros. Llegaría por sorpresa y, tras entregarle el ramo de rosas rojas más hermoso que pudiera comprar, la llevaría a disfrutar una noche como hacía mucho no tenían. ¡María sí que se iba a llevar una sorpresa!

Por fin llegó el día esperado... y quien se llevó una tremenda sorpresa fué el.

Porque cuando se acercaba a su casa, con su magnífico ramo de rosas rojas, alcanzó a distinguir a lo lejos cómo María, elegantemente vestida, subía al coche de un hombre desconocido para él. Juan disminuyó la marcha al máximo para evitar ser visto. No podía creer lo que sus ojos veían... porque ahora su esposa besaba apasionadamente a aquel hombre...

Juan sintó claramente cómo su interior se empezaba a derrumbar y cómo corazón era oprimido por un puño invisible, pero firme y cruel. Sencillamente no podía creer lo que sus ojos veían. María era incapaz de engañarlo de esa manera. Ella era buena... ella lo amaba... ella le había jurado que lo amaría eternamente...

Con un nudo en la garganta, miró cómo el coche partía con la pareja muy unida, y se decidió a seguirlos. Y en el siguiente par de horas, tuvo que soportar el dolor y la humillación de cómo su esposa cenaba con aquel hombre en el mismo restaurante para el que él mismo había reservado una mesa esa noche... y luego, enmedio de una mezcla de llanto y furia, los observó retirarse de ahí, y enfilar a las afueras de la ciudad... a unas cabañas que seguramente no era la primera vez que visitaban para dar rienda suelta a una pasión que significaba un cruel traición a la promesa matrimonial...

Los miró abrir la puerta y besarse apasionadamente ahí mismo... acariciándose de una manera inapropiada para hacerlo públicamente. Luego, tras unos segundos, entre risas ambos entraron a la cabaña y cerraron la puerta.

Juan, dentro de su auto, los observaba fijamente... con ambas manos sobre el volante y con los ojos arrasados de lágrimas... preguntándose mil veces el por qué de esa traición.

¿En qué había fallado?

¿En qué momento María había dejado de amarlo, en qué momento sus besos habían dejado de ser sinceros?

¿Hasta cuándo tenía pensado mantenerlo en secreto? ¿Por qué lo había engañado de esa manera, si él siempre le había sido fiel y la amaba con toda su alma y con todo su corazón?

¿Por qué?

¿Por qué?

¿¿POR QUÉ??

No lo sabía... no lo comprendía... no podía asimilarlo... y, mientras miraba fijamente aquella puerta tras la cual su esposa le era infiel, dejó fluir su tristeza y frustración.

Intentó que sus lágrimas de dolor lavaran un poco su pisoteado orgullo manchado de traición y de mentiras... Dejó que su amor envenenado agonizara lentamente...

Pasó así muchos minutos, horas quizá, no lo sabía con seguridad. ¿Qué debía hacer? ¿Marcharse de ahí y no volver a verla nunca más? ¿Reclamarle? ¿Golpearla? ¿Matarla? ¿Suicidarse? ¿Fingir que no sabía nada e intentar salvar lo poco que quedaba de su matrimonio, con la esperanza de recuperar lo perdido?

Y es que el dolor era inmenso, sí... la humillación era insoportable, también era cierto... pero... si se veían de cierta manera las cosas... ¿podía culpar a María?

¿Acaso no era él quien se había alejado de ella?

¿No había sido él quien la había descuidado?

¿No había sido él quien había antepuesto lo económico a lo afectivo?

Además... de no haber descubierto esta noche la infidelidad de su esposa...¿ habría podido hacerle algún reclamo en cualquier cosa? La respuesta era NO. Ella nunca le había fallado ni como esposa ni como mujer. Se podría decir que le había dado su lugar, y había respetado el hogar. No lo había desatendido, ni lo había abandonado. La verdad era que hasta antes de esa noche amarga, Juan no tenía queja de su esposa.

No podía, pese a todo, dejar de aceptar el hecho de que la amaba con todas sus fuerzas. Y le daba miedo de estar buscando la manera de justificar algo a todas luces injustificable. Ella lo había traicionado, y eso no estaba bien...pero él también tenía parte de culpa...gran parte de la culpa. Se resistía a aceptar que la vida que hasta entonces había conocido estaba destinada a irse a la basura. Se resistía a no luchar por rescatar aquello que tanto amaba.

Un buen hombre no dejaría que eso sucediera.

Un buen hombre no dejaría de luchar por lo que amaba.

Un buen hombre haría el esfuerzo de perdonar algo que quizá él mismo hubiese propiciado.

Un buen hombre soportaría todo apoyado en la fuerza de su amor para rescatar una vida que deseaba volver a tener.

Con esos pensamientos en su mente, Juan enjugó las lágrimas de sus ojos y respiró profundamente, resuelto. Encendió el motor de su automóvil, ahogando dentro de sí el rencor y el dolor, arrojó fuera el ramo de rosas que por esa noche había perdido su valor, y se alejó de aquellas cabañas donde su mujer, ajena a su drama interior, se entregaba a una pasión traidora y prohibida.

Sí... un buen hombre era capaz de perdonar y soportar todo por amor. Y él amaba profundamente a su esposa. Quizá más que a él mismo.


* * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * *





Transcurrieron así dos años, y hoy aquí estaba Juan, aún atormentado por los recuerdos de la noche en que su corazón había sido destrozado por un engaño.

Aún en el suelo, permaneció unos instantes con la vista fija en el piso, dejando que los recuerdos se volvieran a guardar en el baúl abierto de su mente y que las últimas lágrimas resbalaran por sus mejillas y cayeran con libertad. Luego, las limpió con el dorso de su mano y, sin dejar de abrazar su ramo de rosas, se puso de pie otra vez.

Intentó esbozar una sonrisa que fué fallida, y extrajo de su bolsillo la llave de la puerta que tenía frente a él, y a la que tanto temía abrir. La puerta del mausoleo donde ahora se encontraba...

... el mausoleo donde estaba sepultado el cuerpo de María, a quien había matado aquella misma noche en su propia casa.

Porque había sido incapaz de soportar el peso de la traición... el dolor de la humillación y la tortura de los celos. Y, mientras estrangulaba a su esposa con sus propias manos, recordaba lo que había pensado un par de horas antes: "Un buen hombre no dejaría de luchar por lo que amaba"... "Un buen hombre haría el esfuerzo de perdonar algo que quizá él mismo hubiese propiciado"...

Y era cierto.

Pero también era cierto que él no era un buen hombre. No, ya no más. El Juan buen hombre había muerto horas antes, cuando su corazón envenenado de amor traicionado había dejado de darle vida. Y este nuevo Juan había tenido la sangre fría de asesinar al amor de su vida, de mandar matar a su amante, e ingeniárselas para no tener problemas con la Ley.

Hoy sólo existía un Juan que estaba vivo sólo porque la sangre aún fluía por sus venas, pero que interiormente llevaba ya dos años tan muerto interiormente como su difunta esposa. Dos años de llorar cada noche la infidelidad de María y su incapacidad para perdonarla, aún con todo lo que ella significaba para él.

Entró al lugar, y se dirigió al pequeño altar que había mandado construir para ella. Depositó el arreglo de rosas en un florero y permaneció unos minutos llorando en silencio, como conversando sin palabras con María. Besó los dedos de su mano derecha, y depositó ese beso en la fría lápida mientras murmuraba un "te amo" apenas audible. Dió media vuelta y se dirigió a la salida.

Segundos después, el recinto estaba solitario nuevamente. Y el silencio parecía repetir en un mudo murmullo el epitafio de la tumba de María:

"Una buena mujer que no tuvo la suerte de encontrar a un buen hombre que la comprendiera. Te amo. Tu esposo, Juan".

Afuera, Juan se perdía de vista en los caminos del cementerio, rumbo a la salida, a seguir viviendo lo que le restaba de vida, en la espera de morir pronto y reunirse con su amada en el más allá, si es que tal cosa existía.

Porque quizás allí, y sólo allí, él podría perdonarla...

...y ella a él.

jueves, 26 de febrero de 2009

El Cristal

"Hacia atrás, ni para tomar impulso", dice el refrán.

Hasta no hace mucho tiempo, yo comulgaba con esa idea. Hay que ir siempre hacia adelante, sin retroceder. Retroceder es signo de debilidad.

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Sentado ante el escritorio de la oficina, doy un sorbo a mi taza de té mientras observo el irregular vuelo de una mariposa que ha entrado por la ventana abierta. Revolotea un poco, como explorando ese lugar tan extraño y diferente a los que en su efímera vida tal vez esté acostumbrada. Parece no gustarle. Quizá sea porque las únicas plantas que aquí hay son las de ornato artificiales del decorado, y que poco o nada representan lo que ella busca.

Un nuevo sorbo a mi té y observo cómo la mariposa intenta regresar al exterior. Pasa junto a la ventana abierta y, quizá confundida por la transparencia del cristal, choca contra éste. Lo intenta una, dos, tres veces... y nada. El mundo se presenta ante sus ojos ahí, frente a ella, pero no puede alcanzarlo. Algo que no sabe qué es, se lo impide. No puede verlo, pero puede sentirlo. No importa cuánto lo intente, no puede seguir adelante, por más que lo desee.

Cansada, se posa un momento en una esquina del cristal, cerca de la cortina, y bate lentamente las alas. Sonriendo, pienso que está reflexionando sobre lo que sucede. Sobre cómo llegó a este punto y a este lugar sin darse cuenta.

Entonces emprende el vuelo otra vez. Intenta nuevamente avanzar, con el mismo resultado. En sus aparentemente inútiles esfuerzos se ha acercado al borde de la ventana. Y es cuando, como si comprendiera al fin lo que debía hacer, vuela un poco hacia atrás, libra el cristal y la cortina que se interponían en su camino, y entonces prosigue su vuelo hacia adelante, hacia el exterior, hacia la luz del sol.

Yo, inmóvil, doy otro sorbo a mi taza de té y sigo con la mirada su errático vuelo hacia la libertad, hasta perderla de vista.

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A veces creemos saberlo todo. Afirmamos cosas como si estuviéramos en posesión de la Verdad Absoluta. Yo mismo, en este preciso momento, estoy afirmando algo que tal vez sea realidad para mí, pero que ignoro si lo sea para los demás.

Yo no lo sé todo. He llegado a pensar que en realidad sé muy pocas cosas, e incluso nada. Pero eso no importa ahora.

Porque en éste momento lo único que sé es que una simple mariposa me ha enseñado que los hombres podemos estar equivocados. El intentar ir hacia adelante sólo por deseo, orgullo y convicción, y no por racionalización, puede llegar a convertirse en un esfuerzo desgastante e inútil. A veces es mejor dar unos pasos atrás y hacia un costado para poder seguir adelante. Para salvar aquello que nos es imposible vencer.

No digo que la mariposa haya razonado, o al menos no como lo que los humanos entendemos por razonar. Sólo digo que esa mariposa, ante sus fallidos esfuerzos, hizo al final lo que debía hacer.

Y me pregunto cuántos de nosotros, cegados por el orgullo o el deseo, seguimos estrellándonos en el cristal de lo irremediable.