domingo, 26 de julio de 2009

Diez Pesos

Esa tarde tocaron a la puerta... con timidez, pero con insistencia. No esperaba yo visitas en esos momentos, ni deseaba tenerlas. En aquel punto de mi vida, me encontraba sumergido en un mar de problemas, tanto de mi trabajo como en lo personal, y éstos me hacían sentir en mi interior una ira contenida... una rabia y una tensión que por momentos me asfixiaban. No quería saber de nadie, así que ignoré los llamados.

En aquel atardecer la oscuridad había llegado temprano debido a los negros nubarrones que anunciaban lluvia, que por el momento era una pertinaz y constante llovizna. El sol, aún alto en el cielo a esa hora de día, estaba oculto tras ellas. El calor era sofocante.

Se volvieron a escuchar los toquidos. Y otra vez. Y una más.

Maldiciendo abiertamente, me encaminé molesto a ver quién era quien a esa hora y en ese momento tan inoportuno interrumpía mi deprimente día. Abrí la puerta con brusquedad.

Ahí, en el pequeño porche de mi casa, estaba un hombre relativamente joven; de unos 35 años, calculé. Por sus ropas raídas y su aspecto descuidado, se veía que era uno de los tantos vagos que con frecuencia se acercaban a las casas a pedir limosna para costearse un vicio que se les iba la vida en mantener. A pesar de estar bajo el resguardo del porche, el agua le corría a raudales por el rostro, y el cabello mojado se le pegaba al cráneo. Lo miré con disgusto, y le pregunté, cortante:

- ¿Qué quieres? ¿Y por qué tocas así la puerta? No estoy nada más esperando a ver quién llega para abrirle, por si no lo sabías.

Él bajó por un segundo la mirada, aparentemente apenado, y por un instante pensé que mejor se retiraría, pero, tras un momento de vacilación, me habló:

- Perdone, señor... no se enoje... yo nomás quería preguntarle si quería que le lave su carro... por diez pesos se lo dejo limpiecito...

Dirigí la vista a mi coche, que a esas alturas estaba completamente mojado; además, lo había lavado esa mañana y estaba casi impecable. "Estos vagos" -pensé- "no saben ya qué hacer para sacar dinero".

- No, gracias -le dije secamente-. Está limpio.

Y empecé a cerrar la puerta.

- ¡¿Y si le podo el césped?! -me dijo en una casi súplica, al ver que me retiraba.

- No, gracias.

- ¡Mire, le barro su banqueta! ¡Ande, por diez pesos le quito toda la basura que haya!

- No, gracias. No quiero nada. Buenas noches.

La verdad es que su obstinación ya me estaba colmando mi precaria paciencia. Me miró una vez más, acercándose un par de centímetros, y retrocediéndolos en seguida, preguntando:

- Señor... ¿no tendrá un trabajito para mí? Algo que pueda hacer... lo que sea... sé arreglar aparatos eléctricos... le lustro los zapatos... cualquier cosa.... ande, por sólo diez pesos... déme trabajo.

Aquello ya era demasiado. No comprendía cómo el vicio podía orillar a algunos a suplicar así.

- ¡No! Mire, no tengo nada para usted. Y por favor ya déjeme en paz. No estoy de humor para aguantar estas cosas.

Y, sin esperar respuesta, le cerré la puerta.

Bastante enojado, me encaminé a mi habitación; pero, a medio camino, algo me hizo detenerme. En medio de mi enojo, y cuando el hombre pedía que le dejara podar el césped, me pareció ver una silueta oculta bajo el árbol del jardín. Fué una fracción de segundo, pero estaba seguro de que había visto eso. ¿Qué o quién era?

Decidido a ver de qué se trataba aquello, me dirigí de nuevo a la puerta, listo para llamar a la policía si el vago aquel tenía un cómplice que estuviera agazapado, esperando el momento de irrumpir en la casa y robarme. Había avanzado apenas un par de pasos cuando escuché nuevamente los toquidos en la puerta... y me acerqué listo para cualquier cosa.

Abrí con sigilo, y ahí estaba de nuevo aquel hombre. Sólo que... se veía diferente... Sí. Estaba conteniendo el llanto. Sus ojos vidriosos y el hilo de voz con el que habló lo delataron.

- ¿Y ahora qué? -le pregunté, fingiendo valentía.

Me miró... como mira un niño cuando se sabe descubierto en una travesura que merece castigo, y que espera y acepta sollozante su castigo.

- Señor... discúlpeme usted... disculpe que lo moleste de nuevo... pero...por favor, no me cierre la puerta... me da mucha vergüenza, pero... es que... quiero pedirle, por favor... que me regale algo para comer...

Se enjugó una lágrima apresuradamente. El corazón se me encogió de manera dolorosa. Continuó, y yo lo escuchaba, sin decir palabra:

- No le pido dinero... yo no pido dinero... yo pido trabajo... pero es tarde ya, y va a llover... por favor, señor... déme algo de comer... pero no para mí... yo aguanto sin comer... lo quiero para ellas...

Y me señaló la silueta bajo el árbol. Ahí, ocultas en la oscuridad de la naciente noche, estaban dos niñas... una de ellas, la más grande, debía tener unos nueve o diez años. Se cubría de las gotas de agua con una bolsa de plástico; y cubría ella con su cuerpo a una niña que no debía tener más de 5 años de edad. Las dos estaban descalzas. Las dos estaban harapientas.

Las miré, confundido, apenado... volví la vista al hombre aquel, que esperaba ansiosa y humildemente mi respuesta. Me sentí un ser de lo más vil. Las preocupaciones que antes me estaban ahogando, de repente se vieron eclipsadas por el mundo miserable y duro de aquella pobre familia.



¿Qué tan desesperado hay que estar para decidirse a hacer algo que odias, como pedir abiertamente una caridad? ¿Qué tanta fuerza hay que tener para ir pidiendo un trabajo mal pagado, para llevar alimento, no a tu boca, sino a las de quienes dependen de tí? ¿Qué podría haberles comprado con 10 pesos?... ¿Un par de panes y un par de refrescos?... ¿Esa sería su cena?

¿Y él? ¿Qué comería? ¿Desde cuando no habría comido, arrancándose el mendrugo de su boca para dárselo a ellas? ¿Qué sentiría aquel hombre al saber que sus hijas, quienes quizá lo miraban como lo máximo, veían cómo tenía que rebajarse a pedir limosna? En verdad me sentí como escoria de la humanidad...

Aturdido, le dije que esperara. Me dirigí a la cocina y les llevé cuanto en ella había. Fué en verdad estremecedor ver sus caras... las de ellas, al ver lo que consideraban mucha comida y que para mí eran sólo las sobras... y la de él... con un agradecimiento infinito en sus ojos... o más bien era alivio... el alivio de que, por ese día, no tenía de qué preocuparse ya. El mañana sería otra cosa.

Tomaron los platos y vasos que les ofrecí, y se dirigieron a la banqueta, bajo la llovizna, a sentarse a cenar. Eso terminó de partirme el corazón. Iba a decirles que se sentaran en el porche, bajo el resguardo de su techo, y, como si me hubiese adivinado el pensamiento, el hombre me miró... como pidiendo permiso para ello... Asentí con la cabeza, y se acomodaron rápidamente en el suelo. Y cenaron... ¡con qué gusto cenaron!

Lo demás que hice, cuando terminaron su cena, no tiene importancia. No les resolví la vida, ni alivié para siempre sus penurias, pero fué mejor que no hacer nada.

Lo importante es lo que veía en esos momentos, mientras los miraba y escuchaba a la distancia. Dentro de su miseria, algo tan pequeño como unas sobras de comida de un desconocido, eran motivo de alegría. Mis tragedias personales eran nada comparada con la dura existencia de esa familia... yo tenía comida, casa, auto, trabajo... y me sentía desgraciado.

¡Qué absurda la forma en que nos complicamos la vida a veces! ¡Qué absurda la manera en que nos encerramos en nuestro universo, e ignoramos los millones de universos que existen allá afuera!

Ellos se fueron. Y, mientras los veía alejarse bajo la llovizna, una cosa me seguía inquietando... plantada en mi cabeza...

¿Qué clase de cena se puede comprar con 10 pesos?

¡Dios mío!

¡Diez pesos!

3 comentarios:

Mabel G. dijo...

El relato me hizo llorar... porque eso pasa continuamente aquí también, en mi país. Yo siempre tengo apartadas unas bolsitas para dárselas cuando llaman a la puerta y con algo de ropa, sobre todo para los chiquitos...
Me hizo llorar por lo actual, crudo y real, me hizo llorar por lo bien relatado, ya que lo viví... y me hizo llorar por la injusticia de este mundo y de sus habitantes, los que mandan y disponen: muchos pobres, muchos ricos....
¡Hambre ! no puedo comprender que eso siga sucediendo y sin miras de terminar.
Tu relato de protesta es un llamado a la concientización de los que lo lean...
Gracias por eso ! Te felicito con todo mi corazón.
Un abrazo muy fuerte, amigo!

Jerry2 dijo...

¿Sabes qué es lo más triste, Mabel?

Que este relato es 100% real. No lo he inventado ni le he añadido ni quitado nada. Son tantas cosas las que convergen en esta anécdota, que por eso me decidí a publicarla hace un tiempo en otro blog.

Me avergüenzo de haber juzgado a ese hombre por su aspecto, tildándolo de vago y vicioso, cuando él jamás me pidió un solo centavo, sino trabajo. Y me pregunto cuánta gente más no estará en esa misma condición, desempleada, luchando por salir adelante, esquivando el último recurso de la delincuencia.
Aún recuerdo su expresión cuando me pidió de comer, no para él, sino para sus hijas...y la expresión de ellas al ver lo que les representaba "mucha comida"...

¿Dónde estarán ahora? ¿Qué habrá sido de esas niñas? Sólo ellos lo saben.

Me alegra que seas tú una de las personas que tienen conciencia de este tipo de realidades, y que pongas tu granito de arena.

Mi respeto y mi cariño para tí, amiga. Gracias por pasar por mi blog.

Un abrazo.

Andrix dijo...

Gerardo...es la segunda vez q lo leo si mal no recuerdo y siempre me afecta de distinta manera...aunque lo vivo de manera diferente siempre me conmueve..me gusta realmente me gusta como escribis...pero shhhhhh q no se entere nadie.!!

Un beso