domingo, 19 de julio de 2009

El Crimen Perfecto






****************

El viento soplaba furiosamente esa inusual fría noche de invierno. El sonido de las ramas de los árboles al chocar entre sí, aunado a las dispersas gotas de una amenazante lluvia que empezaban a chocar violentamente contra los cristales de las ventanas, presagiaban la inminente tormenta. En una recámara de la casa, apenas iluminado por la tenue luz de la lámpara de noche, Juan contemplaba, sentado en su cama, una multitud de fotografías que tenía desordenadamente puestas ante sí. Tomó lentamente una de ellas, y con una mirada que parecería querer atravesarla, la observó fijamente. Su expresión era dura... amarga... fría...

En la fotografía podía verse él mismo el día de su boda, abrazando a Lucía, su esposa. Ambos sonrientes. Ambos felices. Ambos en ese entonces ajenos a la cruda realidad que hoy, siete años después, hacía que su matrimonio languideciera y los separaba más y más cada día. La realidad que la sombra de la traición había oscurecido mucho tiempo atrás, y que la venda del amor se había encargado de ocultar a los ojos de Juan.

Permaneció inmóvil, sin apartar ni un segundo la vista de la imagen que contemplaba. Tal vez sin darse cuenta, sus dedos se apretaban más y más, arrugando los bordes de la fotografía que sostenían. Y es que ahí, atrás de la feliz pareja, semioculto por la gente y esbozando una amplia sonrisa, estaba el hombre que habría de convertirse en su rival... No, no en su rival... en el ladrón que un día le robaría el amor de Lucía... en el destructor de su felicidad. Era duro ver esa imagen. Y más duro aún era aceptar la verdad. Todavía a través del tiempo le costaba trabajo aceptarlo.

Porque Lucía lo engañaba con ese hombre desde hacía cinco años. Y a ese hombre Juan lo había considerado hasta unos meses atrás como su mejor amigo; alguien por quien no habría dudado en arriesgar su propia vida de haber sido necesario, y a quien le había tendido la mano cuando más lo había necesitado. Ese hombre era alguien que él había estimado desde los tiempos de preparatoria... ése hombre que se había interpuesto entre ellos era más que su amigo, más que su hermano...

O al menos eso había pensado Juan.

Y, sin embargo, nada había valido. Ni el amor que sentía por su esposa, ni la amistad que lo unía a Alejandro. El destino le había jugado una mala pasada y se había encargado de hacerlo a él a un lado en ese triángulo. Juan era el esposo de Lucía , y a pesar de ello era él quien estaba sobrando.

Muchas veces se había preguntado por qué su esposa lo había engañado... ¿Por qué precisamente con Alejandro? ¿Por qué no le dijo que ya no lo amaba? Peor aún... ¿alguna vez lo había amado? A esas alturas estaba seguro de que jamás había sido así. Se habían burlado, ella y él, en su cara y desde el principio.

¿Cómo había podido ser tan estúpido para no darse cuenta? ¿Cómo había podido estar tan ciego para no verlo? Ahora entendía todo... las constantes visitas... las frecuentes parrandas donde Alejandro se había encargado de embriagarlo y después llevarlo a su casa... y no quería ni imaginar lo que sucedía en sus propias narices mientras él dormía. Sin despegar la vista de la fotografía, quiso fulminar al sonriente Alejandro que, tras de su esposa y semioculto entre la multitud, se burlaba de él.

Un relámpago, seguido de un potente trueno, lo sacó momentáneamente de sus pensamientos y lo hizo volver la cabeza hacia la ventana. La tormenta había llegado; el viento soplaba con mucha más fuerza y la lluvia caía copiosamente. Miró de nuevo la fotografía unos segundos más, y la estrujó repentinamente. La arrojó a una bolsa de plástico y guardó en ella las demás fotos. Y puso ésta junto a un portafolios negro que había junto a la cama. Su expresión era impasible… dura… fría… resuelta…

Esa traición había acabado con lo que tenía, con lo que había forjado a través de los años. Y una de las cosas que más le dolía era el sospechar, o mejor dicho el tener la casi absoluta certeza de que Daniel, su pequeño hijo de cuatro años, era en realidad hijo de Alejandro. No sabía si era por efecto del despecho o si porque era la realidad de las cosas, pero a cada día que pasaba estaba más seguro de que el pequeño se parecía a su rival, y lo odiaba por eso. Y se odiaba a sí mismo por odiarlo, porque aún lo amaba… y se odiaba por amarlo. Era todo tan confuso…

¿De qué había servido el entregar todo su amor y su vida a Lucía? ¿De qué había servido el haberse esforzado por intentar ser un esposo y padre ejemplar? ¿De qué había servido valorar y cultivar una amistad que él creía sincera con alguien como Alejandro? ¿De qué había servido el ser bueno?

De nada. Absolutamente de nada. Lucía, Alejandro, Dios, la Vida y el Destino se habían burlado de él… se habían reído en su cara… habían pisoteado sus sentimientos y su dignidad. Le habían arrebatado su vida. La bondad sólo sirve para que se aprovechen de ti. Y vaya que lo habían hecho.

Pero ya no más.

El Juan que todos habían conocido había muerto mucho tiempo atrás. Y el actual, nacido de entre las ruinas y las cenizas de un amor despreciado, había conservado sólo el rostro imbécil y bonachón del anterior, sólo para usarlo como máscara ante el mundo. Para cubrir su verdadero rostro, que ahora sólo reflejaba rencor, furia, despecho, dolor y un delirante deseo de venganza.

Durante el día era el Juan que le caía bien a todos, el sensible, el dadivoso, el atento y educado… pero por las noches, al cobijo de las sombras y el silencio, dejaba salir su verdadero yo, y todo el veneno de su alma muerta salía a relucir, lamentando y maldiciendo su suerte, y planeando cuidadosamente lo que habría de hacer. Le había costado mucho tiempo de fingir ser el de antes, de besar cada noche y cada mañana a Lucía… de contener llanto y rabia por las noches a su lado, mientras ella dormía… de guardarse para sí la ira y el dolor al tener que besar y alzar en brazos a Daniel, a quien amaba y odiaba tanto… de reunirse y departir con Alejandro, fingiendo una amistad y simpatía que estaba muy lejos de sentir, dibujando una hipócrita y vacía sonrisa en su rostro.

Hacía ya semanas que había dejado de llorar su desgracia. No tenía más lágrimas para derramar por un amor que quizá nunca había existido en su matrimonio. El transcurrir del tiempo se había convertido en un continuo esperar del momento en que habría de cobrar las cuentas pendientes con todos.

Y ese momento había llegado en esa noche de tormenta invernal. Todo aquello que meticulosamente había planeado habría que llevarlo a cabo al fin.

Echó una ojeada a su reloj y, tras confirmar que la hora esperada había llegado, se levantó de la cama y se puso un abrigo negro. Tomó la bolsa con las fotografías y la metió en una maleta junto con sus demás cosas. Se había encargado de dejar todos sus documentos en un lugar donde fueran encontrados fácilmente, así como de cerciorarse de no dejar huellas. Con una enigmática sonrisa, tomó el portafolios… y lo hizo casi con reverencia. Un trueno fue como el indicativo de que ya debía salir de casa. Arregló la cama, tomó las llaves y se retiró de ahí.

Cruzó la casa en medio de la oscuridad, que sólo era rota por los relámpagos que se sucedían uno a otro. No había nadie más, y nadie sabía que estaba ahí. Se suponía que en esos momentos él se encontraba conduciendo su automóvil muy lejos de la ciudad, rumbo a la capital.

Llegó al umbral de la puerta y se puso un impermeable. La lluvia era torrencial, y no quería que por nada del mundo se fuera mojar ese portafolios, así que lo protegió bien bajo él. Cerrando la puerta con llave, corrió hacia su auto, sin dirigir una última mirada a la que por tanto tiempo había sido su casa. Arrojó al portafolios al asiento del copiloto, entró apresuradamente y cerró la portezuela.

Una vez dentro, hizo una llamada desde su teléfono celular a la única persona que sabía de sus planes: un oscuro sujeto al que había conocido hacía algún tiempo, y a quien había contratado para que durante semanas espiara a Lucía y Alejandro. El hombre no tenía demasiados prejuicios y era ambicioso, así que no había tenido problema alguno en convertirse en su cómplice, aunque los últimos días había manifestado estar nervioso y deseoso de terminar ese asunto de una vez. Era él quien cerca de una hora antes le había avisado a Juan que su esposa y Alejandro acababan de entrar a la cabaña donde acostumbraban verse para continuar su adúltera aventura cada vez que Juan no estaba en la ciudad. Una cabaña que era de su propiedad, y que él ingenuamente le facilitaba a Alejandro para que llevara ahí a sus conquistas y compañeras de juerga… sin saber que Lucía era una de ellas. Maldito infeliz.

- ¿Ya estás ahí? –le preguntó Juan.

- Sí – le contestó el sujeto con voz estropajosa -, y está cayendo un pinche aguacero de los mil diablos….estoy todo mojado… No veo a nadie; ni a tu suegra ni a tu hijo, aunque las luces están encendidas… ¿falta mucho para terminar con esto?

- ¿Me vas a decir que estás nervioso? No hay nadie más que Danielito y mi suegra… tú quédate tranquilo. No vas a tener ningún problema.

- No estoy nervioso por eso. A esos dos los liquido sin problemas… pero, no sé… siento como si alguien se fuera a dar cuenta… como si fuera a llegar la policía en cualquier momento.

- No seas idiota. ¿Cómo habrían de saber ellos? Nadie sabe dónde estás tú, ni dónde estoy yo.

- Pues sí… pero es que también eso de andar cargando con un muertito en el carro me pone algo nervioso… con este clima y con eso en el asiento, me da algo de miedo…

- ¿Miedo, tú? ¡Jajajajaja! ¡No me hagas reír! ¿Desde cuándo te dan miedo los muertos? ¿A cuántos no has matado? Y ahora me sales con esto… ¡por favor!

- Pues sí, aunque te rías, tengo miedo. No es lo mismo matar a alguien, que estarlo cargando contigo… Por eso quiero acabar con esto ya. ¿Ya vas en camino?

- Aún no, pero ya estoy en el auto – al decir esto, un relámpago iluminó la noche, e inmediatamente se dejó escuchar un potente trueno -. Esto se está poniendo feo, pero me conviene… así sé que no saldrán de la cabaña.

- Yo nomás te digo que si no te apuras, me largo de aquí. El diablo anda suelto, y no quiero que me agarre con un difunto en el coche. Así que a ver si te vas apresurando…

- Tú tranquilo, ya voy para allá. Todo está bajo control –Juan pudo percibir la preocupación del hombre a través de la línea telefónica; si no se daba prisa, todo podría echarse a perder por la cobardía de aquel idiota… así que decidió tranquilizarlo -.Es más, si tanto miedo tienes y quieres largarte, te digo que si en una hora no te llamo de nuevo, puedes irte a la chingada y hacer lo que quieras.

- ¿Una hora? ¿Tanto vas a tardar en llegar? ¡Nada!… Si en media hora no me llamas, me largo de aquí…¿entendiste?

Imbécil. Ahora iba a resultar que le quería poner condiciones. Si no fuera porque lo necesitaba por esa noche, en ese mismo momento lo mandaba a la mierda. 30 minutos… estaba bien. Tenía tiempo de sobra para llegar y terminar con aquello, pero debía darse prisa.

- Está bien – concedió Juan -. Si dentro de media hora no te llamo, te largas. ¡Pero no me vayas a fallar! ¡No te vayas a ir antes! La media hora empieza a correr en cuanto cortemos, ¿ok?

- Ok… en cuanto me llames, me meto a la casa y lo hacemos… apúrate. Cada vez llueve más fuerte.

- Bien, bien… no te desesperes; aguanta ahí un rato, ya te llamo. Hasta luego.

Y cortó la comunicación. Arrojó el teléfono sobre el tablero y encendió el auto. Con los limpiabrisas funcionando rítmicamente, salió hacia la calle desierta. La lluvia era cerrada, y apenas podía distinguir bien el asfalto. La excitación, la expectativa ante su inminente desquite, hacía que el corazón le saltara en el pecho. Alargó una mano, y atrajo el portafolios hacia sí. Apenas podía esperar el momento de ver la expresión en la cara de Lucía cuando viera lo que llevaba en él… y sonrió levemente, disfrutando por adelantado el momento que le esperaba.

Llegó a un semáforo, y apenas pudo distinguir que la luz era roja, y se detuvo, a pesar de que no había nadie más aparte de él conduciendo. No importaba. Tenía tiempo aún. Unas cuantas calles más y saldría hacia la carretera que llevaba hacia las afueras de la ciudad y hacia las cabañas donde estaba aquella en las que su esposa y su rival seguramente se estaban riendo de él en esos momentos. Todo lo tenía calculado con frialdad… con una frialdad terrible. Nada podía fallar.

La espera de tantos meses estaba por llegar a su fin, y con ella acabaría la humillación y el despecho que había soportado todo ese tiempo. Lucía tendría que estar disfrutando ahora, porque dentro de unos minutos sólo conocería el dolor y la impotencia… y la sorpresa de ver a su maridito convertido en el implacable verdugo de su vida. Ellos habían acabado con su existencia… ahora él acabaría con la de ambos. La vida termina no cuando mueres, sino cuando dejas de tener un motivo para vivirla. Y ellos se habían encargado de matar sus motivos para seguir adelante. Ya no le importaba otra cosa que lavar su orgullo pisoteado.

En la guantera del auto guardaba una pistola, y no le temblaría el pulso para usarla. Pero tenía pensado matar sólo a Alejandro; ese miserable traidor no merecía otra cosa que ser asesinado como a un perro. Lucía no tendría tanta suerte… la iba a hacer desear que la matara…iba a hacer que le implorase que le disparara, o incluso ella se suicidaría… y él iba a disfrutar eso. Pero antes de morir, moriría mil veces en vida cuando viera el contenido del portafolios… oh, Dios, iba a ser maravilloso…

La luz cambió a verde, y prosiguió su marcha en medio de la tormenta. Su plan era sencillo, pero efectivo: en esos momentos todos creían que él estaba de viaje rumbo a la capital, pero su auto lo tenía escondido su cómplice a varios kilómetros de ahí, en un monte cercano a la carretera, listo para ser arrojado por la ladera de un cerro en una curva bastante peligrosa que él mismo había escogido. En unos cuantos minutos recogería a una prostituta a la que había contratado previamente, y a la que mataría sin miramientos. Cuando él llegara a la cabaña donde Lucía y Alejandro se encontraban, abriría con su propia llave y, aprovechando el cobijo de la tormenta, asesinaría a sangre fría a su examigo, para entonces amenazar a su infiel esposa con correr la misma suerte si hacía un escándalo…aunque no tenía pensado matarla por el momento. Entonces la amordazaría y la ataría a una silla, para que disfrutara el espectáculo de ver cómo acomodaba los cuerpos de Alejandro y de la prostituta en la habitación. Ambos semidesnudos… porque se supondría que aún no habían tenido relaciones sexuales.

Esa era la parte difícil. El resto era sencillo. Guardaría la pistola para el momento apropiado. Entonces llamaría a su cómplice y éste procedería a entrar a la casa donde se encontraban su suegra y su hijo y, con la comunicación aún abierta en el teléfono, Juan lo colocaría cerca de su esposa para que escuchara cómo su madre era asesinada cruelmente.

Dejaría que transcurrieran unos minutos para disfrutar viendo a Lucía llorar por lo que pasaba. Y entonces pondría la pistola cerca de ella y, al tiempo de desatarla, le diría que disponía del arma para decidir su destino: podía usarlo para dispararle a los cadáveres y después pegarse ella misma un balazo, salvando así la vida de Danielito; o podía descargarla en la humanidad de su esposo y descargar su furia... sólo que al hacerlo el pequeño correría la misma suerte de su abuela. Y, para ayudarla a tomar una decisión, Juan le ayudaría mostrándole el contenido del portafolios… su querida esposa no podía abandonar este mundo sin verlo… y moría por ver el rostro de su mujercita al hacerlo… sí, apenas podía esperar ese momento. A Juan no le quedaba la menor duda de que Lucía preferiría matarse antes que permitir que le hicieran algo a su hijo.

La escena quedaria entonces como un crimen pasional cometido por ella al encontrar a su amante con otra mujer. Las huellas en el arma asesina serían las de ella. Los peritos sabrían que en su mano estaba la prueba de que Lucía había disparado la pistola.

En la casa de su suegra, esa misma noche, los ladrones habrían entrado para robar, enfrentando resistencia de la anciana, a quien habrían matado junto a su nieto de cuatro años, huyendo con el botín. Lo siento mucho, Danielito. Tú no tienes la culpa, pero te odio. Te amo. Y te odio por amarte. Pero ya no puedo verte.

A varios kilómetros de ahí, en el fondo de un precipicio, encontrarían el auto y el cuerpo carbonizados de Juan. Al menos así lo dirían la licencia de conducir, las tarjetas bancarias y la credencial de elector que se encontrarían cerca del lugar del accidente, junto con su billetera y algunos documentos del trabajo. Verdaderamente una noche de tragedia y pesadilla para esa desafortunada familia.

Mientras, Juan y su nueva identidad falsa se encontrarían muy lejos de ahí, disfrutando su malsana venganza. Y, ¿por qué no?, buscando reiniciar una nueva vida. Una nueva vida donde no hubiera lugar para esposas infieles… ni para amigos traidores… ni para hijos bastardos… Sí… eso sería fantástico.

Juan miró su reloj y vió que debía darse prisa. Un par de cuadras más adelante ya debía estarlo esperando la desdichada prostituta que no sabía lo que le esperaba, y si se demoraba demasiado, el infeliz de su cómplice le echaría a perder el plan huyendo de la casa de su suegra. Y no podía darse ese lujo. Mientras aceleraba un poco, acarició casi con amor el portafolios que durante tanto tiempo había esperado ser utilizado, y una sonrisa diabólica y enloquecida se dibujó en su rostro. La tormenta era formidable. Apenas si permitía ver.

Sin embargo, un relámpago cuyo enceguecedor fulgor lo iluminó todo por una fracción de segundo, le permitió ver a la distancia a la ramera que, guarecida bajo la cornisa de una casa, lo esperaba en la siguiente cuadra. Juan sintió una viva y avasalladora emoción casi sexual. El momento al fin había llegado. Abrió la guantera para sacar el arma y utilizarla en cuanto aquella mujer subiera al auto, mientras cruzaba la avenida que lo separaba de ella…

…Cuando en eso, y surgido de la nada, un pesado camión conducido a toda velocidad que Juan no advirtió, lo impactó violentamente en un costado, arrastrando varios metros el frágil automóvil y estrellándose ambos contra el muro de un edificio cercano, ante la mirada atónita de la prostituta, que lanzó un grito y, tras unos segundos, huyó del lugar.

Juan murió al instante.

Y con él, su meticuloso plan de venganza, su odio enfermizo, su misterioso portafolios y su crimen perfecto.

Pobre Juan. Pobre e infeliz Juan.

Disfrutó en vida, aunque sólo en su imaginación, una venganza que la muerte le impidió realizar.

No te esfuerces en hacer muchos planes, Juan. Nadie vive ni muere antes de tiempo.

Y, como dijo Jesús a Judas: “lo que vais a hacer, hacedlo pronto”.

4 comentarios:

Mabel G. dijo...

Querido Jacko, me encantó el relato... inquietante... tenebroso y magistralmente llevado. Te juro que terminé lleyéndolo con un nudo en el estómago porque no sabía qué iba a hacer Juan y qué tenía en el portafolios. Me haces acordar mucho a Hitchcock ¿recuerdas?
Me puse muy contenta cuando ví que habías publicado otro relato y me "tiré de cabeza" a leerlo.
Te felicito amigo! y gracias por deleitarnos con tus escritos.
Un fuerte abrazo...

Mabel G. dijo...

Sorry! quise decir "leyéndolo" y me salió con "ll" (es que estaba todavía muy nerviosa con lo de Juan y la esposa)

Jerry2 dijo...

Qué bueno que te gustó el relato, Mabel... para serte franco, a mucha gente no le agradó el final, porque corta de tajo todo el ambiente creado con anterioridad. Sin emebargo, ésto tiene su razón de ser (aparte de la moraleja de no prolongar demasiado un proyecto).

Originalmente, ésta historia constaba de solamente DOS parrafitos, y no tenía nada que ver con lo que leíste. Todo surgió de una vez en que me preguntaba qué habría pasado si Supermán, o Jesucristo mismo, con todos sus superpoderes, habrían salido el primer día preparados a cumplir su misión, después de haber meditado y reunido el valor para ello...y que los hubieran matado ese mismo día.

¿Cuántas cosas no habrían quedado en el aire, como meros proyectos, meras buenas intenciones? Cosas que hoy nos son tan normales, y que conocemos sólo porque no hubo en esas historietas quién los detuviera antes de tiempo.

Luego, me fuí inspirando, cambiando pesonajes, situaciones, eventos... y preparando el ambiente para llevarlo al anticlímax del final que puedes leer (si me permites la comparación, es una especie de "coitus interruptus" literario).

Por cierto, y sólo como comentario, ni yo mismo sé qué contenía el dichoso portafolios, jejejejej...

Un abrazo, amiga!

Mabel G. dijo...

Asi son la mayoria de las peliculas francesas, te has fijado? No importa el principio ni el final, sino los que se desarrolla en ese espacio y tiempo, claro, que hay que tener vena de artista (como tu y lo digo en serio...) para que todo el interes del que lo lee este concentrado alli...y luego no importe para nada en que termino... realmente eres un brillante escritor y utilizas los "tempos" magistralmente. Es cierto lo que dices, ademas, que hubiera pasado con Jesus o Superman de terminar tragicamente antes de ser conocidos. Y los que habra que nunca sabremos de ellos. Lo del portafolios ya ni interesaba averiguar...¡para que! SI TODO HABIA ACABADO...es la vida misma asi.... Un escrito ¡¡¡magistral!!! Un abrazo Jacko..

(sigo sin poder poner los acentos y me pongo nerviosa jajaja)