jueves, 26 de febrero de 2009

El Cristal

"Hacia atrás, ni para tomar impulso", dice el refrán.

Hasta no hace mucho tiempo, yo comulgaba con esa idea. Hay que ir siempre hacia adelante, sin retroceder. Retroceder es signo de debilidad.

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Sentado ante el escritorio de la oficina, doy un sorbo a mi taza de té mientras observo el irregular vuelo de una mariposa que ha entrado por la ventana abierta. Revolotea un poco, como explorando ese lugar tan extraño y diferente a los que en su efímera vida tal vez esté acostumbrada. Parece no gustarle. Quizá sea porque las únicas plantas que aquí hay son las de ornato artificiales del decorado, y que poco o nada representan lo que ella busca.

Un nuevo sorbo a mi té y observo cómo la mariposa intenta regresar al exterior. Pasa junto a la ventana abierta y, quizá confundida por la transparencia del cristal, choca contra éste. Lo intenta una, dos, tres veces... y nada. El mundo se presenta ante sus ojos ahí, frente a ella, pero no puede alcanzarlo. Algo que no sabe qué es, se lo impide. No puede verlo, pero puede sentirlo. No importa cuánto lo intente, no puede seguir adelante, por más que lo desee.

Cansada, se posa un momento en una esquina del cristal, cerca de la cortina, y bate lentamente las alas. Sonriendo, pienso que está reflexionando sobre lo que sucede. Sobre cómo llegó a este punto y a este lugar sin darse cuenta.

Entonces emprende el vuelo otra vez. Intenta nuevamente avanzar, con el mismo resultado. En sus aparentemente inútiles esfuerzos se ha acercado al borde de la ventana. Y es cuando, como si comprendiera al fin lo que debía hacer, vuela un poco hacia atrás, libra el cristal y la cortina que se interponían en su camino, y entonces prosigue su vuelo hacia adelante, hacia el exterior, hacia la luz del sol.

Yo, inmóvil, doy otro sorbo a mi taza de té y sigo con la mirada su errático vuelo hacia la libertad, hasta perderla de vista.

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A veces creemos saberlo todo. Afirmamos cosas como si estuviéramos en posesión de la Verdad Absoluta. Yo mismo, en este preciso momento, estoy afirmando algo que tal vez sea realidad para mí, pero que ignoro si lo sea para los demás.

Yo no lo sé todo. He llegado a pensar que en realidad sé muy pocas cosas, e incluso nada. Pero eso no importa ahora.

Porque en éste momento lo único que sé es que una simple mariposa me ha enseñado que los hombres podemos estar equivocados. El intentar ir hacia adelante sólo por deseo, orgullo y convicción, y no por racionalización, puede llegar a convertirse en un esfuerzo desgastante e inútil. A veces es mejor dar unos pasos atrás y hacia un costado para poder seguir adelante. Para salvar aquello que nos es imposible vencer.

No digo que la mariposa haya razonado, o al menos no como lo que los humanos entendemos por razonar. Sólo digo que esa mariposa, ante sus fallidos esfuerzos, hizo al final lo que debía hacer.

Y me pregunto cuántos de nosotros, cegados por el orgullo o el deseo, seguimos estrellándonos en el cristal de lo irremediable.


lunes, 2 de febrero de 2009

Un Boleto al Cielo

Siempre me gustaron los deportes. Quien me conoce bien sabe que el futbol es mi pasión, y que los colores amarillo y azul del América los llevo en la sangre. Por mi equipo he llorado y he reído; he pagado las apuestas más ridículas y he ganado muchas más. Incluso, y sin exagerar, he estado a punto del infarto por un juego de mis Águilas contra el Cruz Azul...uf, tan sólo de recordarlo siento horrible.

Sin embargo, hay otros deportes que me gusta verlos y la mayoría practicarlos: futbol americano, tenis, squash, las canicas y el frontón. Y es éste último el que más practico, y del que empiezo a pensar que debería retirarme ahora que me queda una poca de dignidad. Ya verás por qué.

Hoy me levanté muy temprano después de una noche de insomnio (cosa curiosa: en la madrugada, al no poder dormir, encendí la TV y en esos momentos pasaban la película "Insomnio", con Al Pacino y Robin Williams... muy a tono), y me enfundé en mi ropa deportiva, tomé mi raqueta y mis pelotas (las de frontón, obviamente) y me dirigí a demostrarle al mundo la clase de jugador que soy.

Y vaya que lo conseguí. Oh, sí, señor.

Llegué al lugar donde libré mil batallas en un pasado que parece haber sido en otra vida. Especialmente porque en en aquellos ayeres pesaba yo como veinte kilos menos y corría diez kilómetros diarios. Hoy esos 20 kilos los como de pan y galletas al mes y esos diez kilómetros me da flojera recorrerlos en mi automóvil, pero bueno, trabajo en recuperar aquella forma.

Pronto conseguí con quién jugar y gané unos partidos. Siempre hay alguien más malo que uno; y vaya que uno está en el borde de las aptitudes para jugar. Un par de horas después ya echaba yo los pulmones por la boca, y deseaba... no.... mejor dicho, NECESITABA descansar. Así que compré una limonada y me fuí a reposar bajo un árbol cercano. Allí, sentado en una jardinera, había un niño como de 11 ó 12 años, con una raqueta más grande que él mismo. Se lo veía triste; tal vez no lo dejaban jugar por su edad (casi todos los jugadores andamos entre los 18 y 40 años). El niño veía los partidos de los demás, y se emocionaba. Movía las manos y su raqueta levemente en cada jugada, como si quisiera golpear la pelota.

No pude evitar sentir algo de compasión. Sé lo que se siente que no te dejen participar cuando hay tanta gente y tienes tantas ganas de jugar. Se veía humilde: ropa sencilla, zapatos tenis viejos y sucios, la raqueta anticuada... pero un deseo enorme por jugar. Eso se veía en sus ojos y en la sonrisa cuando alguien hacía una buena jugada. Ya era hora de regresar a mi casa, pero me dije que podía hacer algo bueno este día por alguien.

Esperé unos minutos, y milagrosamente se desocupó una cancha. Le pregunté al pequeño si deseaba jugar conmigo: me vió casi asombrado y una enorme sonrisa se dibujó en su carita, y me dijo que sí, casi incrédulo de que alguien lo invitara a jugar. Corrió a la cancha antes de alguien la fuera a ocupar antes que nosotros. Al verlo correr, tan alborozado, emocionado, la ternura me invadió el corazón. Sus piernas eran delgadas en extremo; daba la impresión de que apenas podían sostener ese cuerpo visiblemente mal nutrido y golpeado por la vida.

¿Alguna vez has sentido la satisfacción de estar haciendo una buena obra, sin esperar más pago que esa sensación de bienestar? Así me sentí yo. Sentí que, con todos mis defectos, no era yo tan mala persona. Que en un corazón como el mío había aún un pequeño lugar para la bondad. Que incluso las personas como yo aún pueden darle una pequeña felicidad a alguien.

Me pregunté incluso si el pequeño habría desayunado esa mañana, o cenado el día anterior... Ahí estaba, feliz, esperándome, con una mirada de impaciencia que me sacó una sonrisa. Ya estaba yo bastante descansado, y me levanté para jugar con él algunos partidos. Me dije que, al final, dejaría que me ganara los últimos juegos, habiéndole apostado antes una torta de jamón y un refresco, como al Chavo del Ocho, a quien en cierto modo ese niño me recordaba.

Sí, eso mismo iba a hacer... sería mi buena obra del día y sólo yo lo sabría... sólo mi tranquilizada conciencia y yo... Sería como hacer algo para adquirir mi boleto al cielo.

Pero no fué necesario.

El mocoso me ganó a la buena todos y cada uno de los juegos que tuvimos. Incluso se dió el lujo de dejarme en cero en un par de ocasiones y de darme algunos consejos para golpear la pelota en los reveses. Humillante el cómo corría yo por toda la cancha para apenas alcanzar a contestar los ataques de aquel pequeño monstruito, mientras que él apenas si se movía un par de pasos a los lados para responder los míos.

Con la cola entre las patas, le compré su torta y su refresco y, mientras pagaba, tuve que soportar el que me comentara "yo pensaba que usted era más bueno para jugar", con una amplia y estúpida sonrisa, mientras mi amor propio se los disputaban un par de perros callejeros para orinarle encima.

Me despedí de él con una sonrisa más falsa que promesa de campaña de candidato presidencial y me regresé a casa.

Porque ganas de romperle la raqueta en la cabeza no me faltaban... o de quebrármela yo mismo en la mía, por ser tan condescendiente.

O tan malo para jugar como este día.

Ya veré la semana entrante... aunque sea un juego le he de ganar.

Espero.